Apenas llega a su fin el primer mes del año 2018 y los venezolanos tienen la sensación de que el tiempo transcurrido es muchísimo mayor, con el consecuente desgaste mental, emocional y físico que implica vivir al límite. Es como avanzar a toda velocidad para trasponer la frontera, y conocer, en primera persona, lo que viene después de lo peor.
Lo ocurrido en las últimas semanas indica que Venezuela se adentra en zonas oscuras, insondables para nuestra cultura, experiencia y entendimiento. Los relatos cotidianos terminan casi siempre con exclamaciones de asombro y hasta de horror. “¡Hasta dónde vamos a llegar!” o “¡Cuándo acabará esto!”. “Esto”, ha hecho que la caducidad de las noticias –mayormente malas– lleve un ritmo de vértigo que impide su comprensión a cabalidad, la reacción adecuada o, menos aún, la planificación.
La mezcla letal de hambre, violencia e incapacidad absoluta del Estado para cumplir un mínimo de sus responsabilidades ya se ha visto en otras regiones del mundo contemporáneo, y como alguna vez lo describió un reporte de Médicos Sin Fronteras al hablar sobre la prolongada crisis en el cuerno de África, los venezolanos se están convirtiendo, poco a poco, en “refugiados sin refugio”, sin opciones de alimentarse o curarse, en una nación con una Constitución que claramente atribuye al Estado la obligación de garantizar la satisfacción de esas necesidades primarias. Entonces, la certeza de la muerte prematura y/o violenta se presenta en la Venezuela del siglo XXI –la del “mar de la felicidad”– como una opción indeseada e indeseable para un creciente número de personas dentro del territorio. El país luce hoy como ese local con mala suerte, de cristales rotos y sucios en el que nada prospera, que afea la acera de un bulevar comercial de moda. No en balde, el FMI vaticina una caída del 15% del PIB para Venezuela este año, con un acumulado del 50% en el quinquenio transcurrido desde la muerte de Hugo Chávez. Mientras, en los países vecinos la prosperidad económica se manifiesta en todos los ámbitos.
La Iglesia católica, casi la única institución en Venezuela con representantes disciplinados y alineados en cada parroquia del país –y con la más antigua experiencia en el ejercicio de la política de Estado–, ha elevado todavía más en estas primeras semanas del año el nivel de su reclamo al Gobierno. En menos de dos semanas, el Episcopado y sus miembros emitieron cinco mensajes (apertura y cierre de la CIX plenaria, la homilía en ocasión de la celebración de la Divina Pastora, el rechazo a la amenaza del Presidente de la República a los obispos y el rechazo contra la llamada masacre de El Junquito) en los que conminaron, en menor o mayor grado, a los venezolanos a reaccionar y comprender que está en la propia organización la salida de esta “peste”.
“No hay que resignarse o acostumbrase al mal que viene de las decisiones erradas, de la violencia, la injusticia o la mentira. La primera reacción ha de ser de rebeldía interior, como signo de ‘salud moral’. No es pues, Dios el que inflige daño a los hombres sino el hombre mismo cuando actúa con un corazón torcido, una inteligencia distorsionada, una voluntad seducida No hay, por tanto, que someterse, ni resignarse ni renunciar a la calidad de vida a que todos tenemos derecho”, dijo monseñor Diego Padrón en su último mensaje como presidente del Episcopado. También, el primer mensaje de la nueva directiva de la CEV, encabezada por monseñor José Luis Azuaje, planteó directamente a los venezolanos tener presente el lema de Juan Pablo II: “¡Despierta y reacciona, es el momento! (…) resuena en esta hora aciaga de la vida nacional. Despertar y reaccionar es percatarse de que el poder del pueblo supera cualquier otro poder”. Por último, la Comisión de Justicia y Paz, con ocasión del asesinato de Oscar Pérez, llamó a los venezolanos a “no acostumbrarse, ante la multiplicación de los casos de muertes no aclaradas ni investigadas, a la barbarie…”.
De todos los mensajes de los prelados hay que destacar –por la reacción enfurecida que provocó en la cúpula del poder– la homilía de monseñor Víctor Hugo Basabe, en la 162 celebración de la Divina Pastora, cuando por cinco ocasiones señaló al Gobierno que le llegó la hora de “irse”, porque sus fracasos se traducen en miseria y crimen. Ese mismo día, una cúpula militar desconectada de la realidad, que pretendió capitalizar el fervor popular que se congrega cada enero en Barquisimeto, recibió de la multitud un mensaje, literalmente contundente, de desprecio y hartazgo. Según las versiones de la prensa local, uniformados y dispuestos en un templete con alimentos y bebidas de la que una inmensa mayoría carece, militares de alto rango debieron abandonar la tarima forzados por las mandarinas que la multitud les lanzó.
A pesar del cerco comunicacional y la propaganda oficial agobiante que pretende sembrar una visión distorsionada de la realidad, los venezolanos conocen de la omnipresencia militar en el Gobierno y de la responsabilidad que tienen en la (mala) distribución de alimentos y los identifican como el único sostén de un sistema catastróficamente fracasado, que cierra a cal y canto todas las posibles vías democráticas y pacíficas de solución. Sin embargo, aun cuando todas las señales objetivas apuntan a la consolidación de una situación totalitaria difícil de revertir, es necesario tener presente la reflexión de los obispos y su exhortación a “no resignarse”. Los venezolanos están ante el reto de buscar la articulación desde la base social para resistir, defenderse y obligar al sector político a cumplir su tarea de liderazgo para así materializar, por el cauce correcto, el mensaje de las mandarinas y que se vaya el que tiene que irse.
Editorial Politika UCAB
29 de enero de 2018