—Decía Asdrúbal Baptista que el auge de la riqueza que se inició alrededor de 1920 había culminado en 1970. Desde entonces, se habría iniciado el declive. A lo anterior tocaría sumar la destrucción a la que ha sido sometida la república en las dos últimas décadas: 50 años en descenso. ¿Entienden los venezolanos que el nuestro no es un país rico? ¿Aceptamos nuestra condición de país pobre?
Todo depende de lo que consideremos como riqueza. Si se entiende la riqueza como la capacidad de “producir con la mayor diversidad”, Venezuela no ha sido un país rico. El concepto de “producir con diversidad” está en el centro de la preocupación por entender la causa de la riqueza de las naciones, el objetivo de la clásica obra de Adam Smith.
Para Smith, la riqueza de las naciones era el resultado de la “cantidad de ciencia” que lograran generar. Porque en la medida que las naciones aumentan la “cantidad de ciencia”, diversifican lo que producen, y ese círculo virtuoso es el que genera una mayor diversidad. En palabras de hoy, riqueza es producir lo mejor posible la mayor cantidad de servicios y bienes. Y para hacerlo, se requieren muchas capacidades.
Actualmente, podemos comparar lo que producen los países, lamentablemente solo en los últimos sesenta años. Con esos datos se evidencia que Venezuela siempre ha producido bienes con menor diversidad que el promedio internacional. Me refiero a bienes que sean atractivos para otros países. Es verdad que hemos producido petróleo y derivados, muy importantes para el mercado internacional. Pero no es menos cierto que sabemos hacer menos cosas que el promedio del mundo.
A principio de los años sesenta del siglo pasado, Venezuela tenía siete veces más ingreso per cápita que Corea del Sur, y también menos mortalidad infantil, por ejemplo. Sin embargo, producíamos con menor diversidad. De hecho, en aquellos años ya teníamos índices negativos. Y en los sesenta años siguientes continuamos con índices negativos de diversidad productiva.
Lo que tuvimos hasta finales de los setenta fue un “boom de acceso a bienes y servicios”. Los podíamos comprar, pero eso no significaba que los pudiéramos producir. De allí que fue muy fácil confundir la riqueza con la “capacidad de compra”. Y entonces la sociedad tuvo la ilusión de que era rica, porque podía comprar mucho a precios relativamente baratos.
Pero una cosa es comprar, y otra muy diferente es producir. Lo que hicieron países como Corea del Sur fue aumentar las posibilidades de producir con diversidad, y eso implicaba avanzar hacia las fronteras de la creación de conocimientos, vale decir de riqueza, la “cantidad de ciencia” que proponía Adam Smith hace casi 250 años. Entonces Corea del Sur trató de emular a Japón, el país con la mayor diversidad en la actualidad, definida también como complejidad económica.
Venezuela, por las políticas públicas que se han implementado, ha transitado el camino contrario. Esa destrucción de las últimas dos décadas que mencionas es justamente “destrucción de posibilidades para producir con diversidad”, la tendencia ideal para alcanzar la riqueza. Es todavía peor, porque en los últimos años se suma a esta destrucción una terrible emergencia humanitaria compleja.
Y vale preguntarse: ¿dónde se observa esa mayor destrucción? Pues, en la pérdida de empresas. Porque el escenario ideal para que se utilice la “cantidad de ciencia” es en las empresas. Cuando se cierra una empresa, o se traslada a otro país, la sociedad pierde capacidad para hacer, es allí cuando se hace más pobre. Por supuesto, en estas décadas también hemos perdido capacidad de investigación en nuestras universidades y empresas. Y además hemos perdido a millones de personas que saben hacer, que tienen capacidades, porque la migración es una pérdida impresionante de talentos, de conocimiento, de “cantidad de ciencia”.
En esta perspectiva, una de las grandes dificultades es que la sociedad pueda comprender que no ha sido ni es rica, y que además identifique las razones. Esto no debería ser una aceptación fatalista. Sino más bien una visualización de las posibilidades. Es decir, si se modifica lo que ha imposibilitado nuestra diversidad productiva, se puede avanzar en una dirección de mayor bienestar. En otras palabras, es crucial asumir que el país se ha empobrecido, pero que las alternativas para superar esa situación están disponibles para todos los ciudadanos.
—Se ha repetido, a lo largo de un siglo, que los venezolanos somos propietarios de la riqueza petrolera. Así, nuestra pobreza sería producto de una injusticia: la causada por la mala administración o la corrupción. ¿Cuál es el estatuto hoy de esa idea? ¿Se ha potenciado bajo la incalculable corruptela de las últimas dos décadas? ¿Somos más víctimas que antes?
La relación con el petróleo está en el centro de las dificultades para no ser una sociedad de diversidad productiva. Porque producir petróleo y sus derivados pudo en una larga etapa generar los recursos para ese “boom de acceso”. Pero eso no es posible desde hace décadas. Esto no es un rasgo exclusivo de Venezuela. Los países con economías muy dependientes del petróleo son, en general, sociedades no diversificadas, con poca capacidad para generar nuevas modalidades de producción. De allí que algunos países petroleros estén tratando de avanzar hacia la diversidad productiva, como Arabia Saudita.
Seguir contemplando el bienestar del país solamente a través del petróleo no puede ser una idea más desfasada. Lo que hay que construir es una sociedad de creación de conocimientos, en la frontera de la diversificación tecnológica en la cual el petróleo sea un factor pero no el único determinante. La gran pregunta es en qué medida la sociedad está consciente de transitar esta ruta. Por supuesto, es vital para ese tránsito contar con una industria petrolera efectiva, pero es fundamental asumir que ello no es suficiente, que las exigencias de ahora van en otra dirección.
—Hay autores que hablan de una mentalidad de la pobreza. Esa mentalidad tendría algunas características: apego al presente y falta de visión de futuro, ausencia de una cultura de la productividad, sensación de que el trabajo es un castigo, poca disposición al ahorro. ¿La cultura petrolera en Venezuela ha devenido, acaso, en una mentalidad de pobreza? ¿Una sociedad que vive a la expectativa de unos subsidios está siendo estimulada hacia esa cultura de la pobreza?
Las lógicas de una sociedad que no potencia la “cantidad de ciencia” son siempre de corto plazo.
Para que una empresa, independientemente de su tamaño o área de especialidad, se proponga mejorar lo que produce, necesita hacer cosas bien y sistemáticamente por largos períodos. Debe visualizar los recursos humanos que requiere, los que están ya formados y los que deban formarse, vincularse con centros de investigación, enviar personas a otros países o empresas para entrenarse, y así sucesivamente. Igual pasa con universidades y centros de investigación. Deben preparar los recursos en tiempos extensos. Y para todo ello se requieren entornos sociales y económicos que permitan planificar a mediano y largo plazo.
Lo anterior no es posible si la sociedad no tiene orientación hacia la diversidad productiva. La experiencia de Venezuela ilustra que incluso desaparece la visión de mediano plazo. Todo se centra en las decisiones de hoy porque no hay mayor preocupación por lo que se debe producir mañana o dentro de cinco años. Es decir, los patrones de decisión están nuevamente condicionados por lo que sabemos hacer ahora.
Si sabemos hacer pocas cosas, el futuro no es relevante. En cambio, si queremos hacer muchas cosas, o mejorar la calidad de lo que hacemos, el futuro más bien se convierte en un aliado. Porque sabemos que el esfuerzo de hoy tendrá una repercusión en lo que vamos a hacer mañana. Entonces se hacen previsiones de inversión a cinco o diez años, y se forman los recursos humanos que serán necesarios en ese momento. El hecho de que Venezuela sea uno de los pocos países petroleros con hiperinflación indica el grado en que se ha destruido la institucionalidad económica y social, requisito sine qua non para la sostenibilidad y la previsión.
Ahora bien, en nuestra propia experiencia como país hemos tenido esa visión de futuro. Las personas que contribuyeron a erradicar la malaria en gran parte de nuestro territorio, con Arnoldo Gabaldón como gran conductor, por allá en los años cincuenta del siglo pasado, fueron formadas como inspectores sanitarios en la Venezuela post-gomecista. Se anticipó esa realidad porque estaba claro que, sin control de la malaria, no habría desarrollo en el país. Pero esas medidas se tomaron en plazos largos. Igual sucedió con otros éxitos como la masificación educativa, o la creación de una industria petrolera de nivel internacional, solo por mencionar pocos casos. Es decir, es verdad que hemos tenido una mentalidad de creación de bienestar. Lamentablemente, no con la profundidad y persistencia que se requiere.
El hecho de que las políticas de las últimas décadas hayan traído este nivel de destrucción ha ido vinculado a las tendencias para potenciar el clientelismo y la dependencia. Pero esos no son los rasgos determinantes cuando tomamos como referencia una perspectiva más amplia del desarrollo del país.
Por otra parte, la necesidad de una política de protección social está todavía más justificada en Venezuela. Para evitar las secuelas de este empobrecimiento en niños y jóvenes, se requieren políticas que los identifiquen y apoyen, tanto con recursos económicos como con la calidad de los servicios públicos. Pero esa política de protección no se puede quedar ahí. Justamente la pregunta es cómo incorporar a esos millones de niños y jóvenes en los procesos de una sociedad que crea conocimientos en los niveles de mayor exigencia. La protección social es el primer paso, pero no el único. Especialmente si se piensa en las empresas o el tipo de trabajos que son necesarios en diez o quince años.
—Escucho a menudo esta afirmación: nos hemos acostumbrado al deterioro de la calidad de la vida. ¿Es así? ¿Se está normalizando la experiencia de ser cada vez más pobres?
Estudios de opinión pública recientes indican que el sentimiento mayoritario de los venezolanos es la decepción. Visto el extraordinario cambio que permitió que los venezolanos tuvieran acceso a la mayor proporción de bienes y servicios en América Latina, así como a uno de los índices más altos de urbanización y acceso al sistema educativo, esa decepción es totalmente comprensible.
La modernización del país ha estado ligada a esa posibilidad de acceso. Que ese acceso haya sido interpretado como asegurado y sin vinculación con la capacidad de producir es un hecho notorio. Pero también permanecen grandes demandas de bienestar. La sociedad venezolana experimentó ciclos de bienestar hasta comienzos de este siglo. También es verdad que este bienestar no fue homogéneo en la sociedad. Múltiples sectores, especialmente por las deficiencias en la creación de empleo, y las restricciones de la protección social, sufrieron las manifestaciones de esas desigualdades.
En los últimos años, y especialmente con los efectos desastrosos de la hiperinflación, estas brechas se han ampliado mucho más. Porque la hiperinflación es el grado extremo de destrucción de la capacidad de producir. En este momento la hiperinflación se acerca a los 36 meses. Si supera esa duración, será la tercera más larga de la historia. Lo cual es una evidencia de la severa destrucción de capacidades que confronta el país. También explica que la emergencia humanitaria compleja haya llegado a niveles tan críticos.
A pesar de ello, creo que los venezolanos no han normalizado la experiencia de la pobreza. Prueba de ello son las sistemáticas demandas y exigencias por todos aquellos aspectos de la vida cotidiana que se encuentran amenazados o deteriorados. Y también por la reiterada expresión de inconformidad con la situación actual.
—¿Cómo percibe ahora la tensión entre esperanza y desesperanza? ¿Se han debilitado las energías espirituales de la sociedad venezolana, el ánimo para luchar y salir adelante? ¿Seguimos siendo la sociedad optimista que a menudo se invoca?
El deterioro experimentado en la calidad de vida de los venezolanos es uno de los episodios más dramáticos en los últimos cincuenta años en el mundo. A la destrucción sistemática de oportunidades, se han sumado casi tres años de hiperinflación y en los últimos meses la pandemia de covid-19. Las condiciones básicas para la protección de las personas, comenzando por su propia vida, están en amenaza permanente. Que millones de familias no tengan los alimentos del día es una medida absoluta de la desprotección de la sociedad. No hay nada más estremecedor que una familia sin alimentos. Y eso pasa en la inmensa mayoría de los hogares venezolanos.
Papel Literario
El Nacional
Septiembre 27, 2020