

En una reciente conversación sobre la reconstrucción de Venezuela que deberemos emprender, diálogo que sostenía con un amigo cristiano muy culto y estudioso de la teología a quien aprecio mucho por su criterio y bonhomía, coincidimos en que nuestro país debería asumir un nuevo estilo de desarrollo que sustituyese al que venía agotándose desde los años 80 del siglo pasado, que llegó al colapso bajo la égida del chavismo.
Casi como introito de la parte sustantiva de nuestra discusión, surgió de él la declaración de que venía acercándose a la escuela austríaca del pensamiento económico, que tiene como figuras teóricas principales a Ludwig von Mises y Friedrich A. von Hayek, convirtiéndose en un Liberal Cristiano. En esa misma onda yo alcancé a decirle que me considero también un cristiano, aunque con un limitadísimo conocimiento de teología, pero que como estudioso del desarrollo, cada día me acercaba más al humanismo y particularmente a las perspectivas del desarrollo humano o desarrollo como libertad que tiene su más conocido pensador en Amartya K. Sen. Quería decir con eso que me considero un Humanista Cristiano.
Estas reflexiones sólo pretenden explicitar cómo veo, tanto en las teorías del Desarrollo Humano como en el Cristianismo, las motivaciones para que nuestra sociedad actúe con relación a la pobreza que hay en su seno, y cuáles, en esas perspectivas, deberían ser los límites de esa actuación.
Algunas respetables interpretaciones del pensamiento cristiano plantean que el mercado, expresión social del hombre en el intercambio de bienes y servicios, se rige por la ley natural establecida por Dios, y que el fenómeno de la pobreza es inextinguible en la tierra (“pobres siempre tendremos entre nosotros”, según la palabra de Cristo contada por Mateo 26:11 y por Marcos 14:7). De esas dos premisas derivaría que el Estado tiende a hacer daño cuando interviene en el mercado pretendiendo desconocer el “orden natural”, y que la sociedad debe tomar medidas paliativas de los sufrimientos asociados a la pobreza, movidas por la solidaridad con los más desfavorecidos, y no por un intervencionismo desconocedor del mencionado orden natural de la sociedad y del mercado.
Comienzo por decir que no comparto los límites que derivarían de esa interpretación para la acción de la sociedad, la cual supuestamente no debería pretender una minimización de la pobreza para no atentar contra el “orden natural”, límites que llevarían las metas de la solidaridad a paliar los padecimientos de los pobres. Además, debo mencionar que en la lectura de los evangelios también pueden encontrarse pasajes cuya interpretación literal podría llevar a justificar la expropiación de los bienes y la persecución de los ricos (p.e. las cuatro maldiciones en Lucas 6: 20-26), derivaciones que también rechazo.
Los pobres son personas cuyas limitadas capacidades humanas les impiden construir las vidas que ellos tendrían razones para valorar; es decir que no son libres para realizarse o no son agentes de sus propias vidas. Con base en esa definición, desde una perspectiva humanista, es un deber que la sociedad se empeñe en reducir permanentemente la pobreza, y desde una perspectiva ética es un deber de todo cristiano luchar por que todas las personas se hagan libres, es decir, batallar para que ninguna sea pobre.
No cabe en mi mente que un Orden Natural creado por Dios implique que los niños y jóvenes de los hogares pobres sean privados de las oportunidades de acceso a la educación de calidad, indispensable para construir sus capacidades y por esa vía hacerse agentes de sus propias vidas, es decir no heredar la pobreza de sus mayores y poder convertirse en hombres y mujeres libres… Tampoco acepto que contravenga al orden natural establecer un régimen laboral en el cual los sindicatos defiendan salarios y sistemas de seguridad dignos para los trabajadores.
Y por esas razones considero que la sociedad, a través de instituciones del Estado y/o de la sociedad civil, debe arbitrar los medios y reglas que sean necesarios para crear las oportunidades que de otra manera les serían cerradas a esas personas. Ello implicaría una intervención necesaria del Estado en los mercados, para que la educación de calidad y la atención de salud sean efectivamente bienes públicos y para que los trabajadores que se inserten en la economía, lo hagan en condiciones de trabajo decente.
Para mí, el deber del cristiano no se limita a paliar las privaciones de la pobreza, va más allá; la solidaridad no puede limitarse, ni siquiera enfocarse principalmente, en hacer accesibles a todas las personas los bienes finales que son fundamentales para subsistir. La solidaridad del cristiano debe expresarse fundamentalmente en ofrecer a todas las personas las oportunidades de convertirse en agentes de sus vidas, es decir de ser libres, lo que se hace abriendo para todos el acceso al capital humano (la educación de calidad, la atención de salud, la seguridad social), al capital económico (el salario digno, el acceso al financiamiento para emprender), al capital social (la cooperación solidaria) y al capital político (la participación influyente en las decisiones de la sociedad).
Y en términos netamente políticos, el cristianismo ha estado desde siempre comprometido con la libertad y desde hace siglos con la democracia; y para que subsista la democracia y no haya la marginación que lleva a la polarización política y a la manipulación populista que erradica la libertad, la acción de los cristianos frente a los pobres no puede limitarse a paliar sus privaciones, es indispensable su compromiso con los objetivos y estrategias para reducir la pobreza hasta minimizarla.
En fin, para mí, aceptar que la pobreza siempre existirá, es lo mismo que decir que siempre habrá personas libres y otras no libres, y no puedo concebir que ello corresponda a un “orden natural” creado por Dios.
19 de septiembre 2020