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Declive de la lectura y crisis de la democracia

duda y lupa
Tiempo de lectura: 13 min.

Casa Rorty LII

Nada es más difícil que ponerse de acuerdo sobre lo que pasa; no digamos ya sobre las razones por las cuales pasa lo que pasa. Tanto el debate público como la disputa académica, por no hablar de las conversaciones privadas, vienen a demostrarlo: cada loco tiene su tema y cuesta hacerse entender, máxime cuando la persuasión en la esfera pública suele exigir una retórica grandilocuente que presenta como verdades indiscutibles lo que apenas son opiniones volanderas o hipótesis indemostrables. Para colmo, cada receptor interpreta nuestros mensajes con arreglo a sus propios marcos cognitivos y afectivos: por emplear una metáfora que ha hecho fortuna, vemos el mundo del color de nuestras gafas. Es así un milagro que logremos convivir pacíficamente en el interior de esta jaula de grillos donde ni siquiera quien se esfuerza por deliberar con los demás –olvidémonos de quienes solo quieren defender sus intereses fingiendo que deliberan– puede esperar otra cosa que discrepancia y confusión: acertaba de lleno el anónimo creador del mito de la Torre de Babel cuando sugería que fuera del Reino de Dios estamos condenados a malentendernos.

Sin embargo, no tenemos alternativa: hay que seguir intentándolo. Y una de las preguntas que más resuena en nuestro tiempo se refiere justamente a las condiciones en las que tiene lugar esa conversación pública en la era digital. De ahí que a su vez haya causado impacto la publicación de un estudio académico dedicado a trazar la evolución de la lectura por placer en los Estados Unidos, desarrollada por investigadores del University College London y de la Universidad de Florida a partir de las respuestas ofrecidas por 236.000 norteamericanos a la American Time Use Survey entre 2003 y 2023. Hablamos de un concepto amplio de lectura: ficción y no ficción, libros o revistas, en formato impreso o digital; una lectura ociosa que se hace por placer o fines distintos al trabajo o el estudio reglado.

Tal como señalan los autores, los datos al respecto venían siendo inconsistentes. En los informes del National Endowment for the Arts se pasa del 61% de adultos que dicen haber leído al menos un libro por placer en 1992… al 49% que dicen lo mismo treinta años después. Pero en las encuestas del Pew Research Center esa misma pregunta es respondida afirmativamente por el 75% de los adultos, de manera más o menos regular, entre 2011 y 2021. Y es que los datos recabados presentan muchas limitaciones, ya que no es raro que se sobrerrepresente a los adolescentes, ni que los encuestados incurran en el sesgo de deseabilidad o mientan sobre sus hábitos lectores. Es algo que sucede también en España: un reciente estudio del Ministerio de Cultura sostiene que el porcentaje de la población que lee aquí libros en su tiempo libre supera el 65%. ¡Ya quisieran nuestros editores!

Variedades de lectura

Sea como fuere, los resultados del nuevo estudio sobre los hábitos lectores de los norteamericanos resultan elocuentes y han saltado a los titulares de prensa: la proporción de quienes leen por placer se ha reducido en los últimos veinte años, pasando del cénit del 28% en 2004 al nadir del 16% en 2023. Es verdad que quienes siguen leyendo pasan de los 83 a los 97 minutos de media, por lo general en casa y a solas. Pero las disparidades entre grupos sociales, que son las previsibles, se mantienen en su sitio: las mujeres blancas de mayor edad y mejor educación que viven en una ciudad leen más que el resto; los negros que viven fuera de las áreas metropolitanas y tienen peor educación se sitúan en el extremo opuesto. Y aunque los lectores en papel también leen en tableta o ebook, los autores del estudio se inclinan por explicar el descenso de la lectura por placer como un efecto de la difusión de Internet: si la televisión ya nos alejaba de la página escrita, las redes sociales parecen estar reemplazando a la lectura como la forma de ocio dominante entre los jóvenes. Por añadidura, la tasa de adultos que se sienta a leer con sus hijos pequeños es muy baja, lo que a largo plazo dificultará el incremento del número de lectores.

Ahora bien: en este trabajo se señala que no está claro que todos los tipos de lectura procuren los mismos beneficios. Estos son principalmente de orden cognitivo: se ha sostenido que la ficción reduce el estrés y proporciona habilidades lingüísticas o acceso a puntos de vista diferentes; la lectura de noticias, en cambio, puede incrementar el susodicho estrés. Y así como la encuesta en la que se basa este estudio no distingue entre tipos de lectura, hacerlo será decisivo para refinar sus conclusiones. Añaden por ello los autores:

“A la vista de la frecuencia creciente con que la gente usa fuentes de información (noticias online, sitios web, redes sociales) distintas a los libros impresos, será asimismo importante explorar si aquellas habrían de ser incluidas dentro de las definiciones de ‘lectura’”.

Ya que sería absurdo sostener que la difusión del smartphone y la consiguiente generalización de redes sociales y chats de mensajería privada han hecho que leamos menos que antes: solo el tiempo que los teléfonos roban a la televisión conducirían a una ganancia en el tiempo “bruto” de lectura frente a sus alternativas audiovisuales. Además, conviene distinguir: si lo que nos preocupa es el enriquecimiento cultural, un documental de la BBC sobre el arte precolombino o la vida de Sócrates que Rossellini hizo para la televisión se antojan más formativos que el último Premio Planeta o la lectura de un panfleto antisemita. Hablar de lectura sin precisar qué es eso que se lee ni compararlo con aquello que se hace en vez de leer tiene poco sentido; igual que resulta temerario establecer relaciones causales entre la falta de lectura y el retroceso de las democracias occidentales. Sin embargo, es un argumento que empieza a plantearse de manera recurrente.

Una idealización de la cultura libresca

Nos lo encontramos en una tribuna de opinión publicada en el diario El País firmada por el escritor italiano Antonio Scurati, autor de una meritoria tetralogía novelística sobre el ascenso y caída de Benito Mussolini, quien no obstante prefiere hablar del declive de la literatura en lugar de hacerlo sobre la lectura en general. Pero no tiene dudas: si la alfabetización de masas en el curso de los últimos cinco siglos creó las condiciones para “el nacimiento de la democracia”, el triunfo de las redes sociales en los últimos veinte años “ha generado ya un masivo resurgimiento del analfabetismo literario”. Y la razón es que la red “incapacita” el tipo de lectura profunda que requieren los textos completos: la neurociencia habría “demostrado” tal cosa. De modo que hoy no sabemos apenas ya leer ni comprender lo que leemos, alerta el escritor italiano, no digamos ya contextualizarlos o analizar su significado: no podemos ejercer –salió el animalito– el “pensamiento crítico”. Scurati culpa de ello a los sospechosos habituales –del algoritmo perverso a las “cámaras de eco”– y postula la existencia de un vínculo causal entre desarrollo de la literatura y desarrollo de la democracia. En su momento, el fascismo triunfó gracias a una “operación lingüística de brutal simplificación ideológica de la complejidad de la realidad moderna”; la menguante minoría de los lectores –concluye el italiano– debe hoy salvaguardar la democracia: solo ellos pueden servir a la verdad y la libertad, resistir la opresión y disipar las mentiras.

¡Hermosas palabras! La tentación de adherirse a ellas resulta casi irresistible. Porque ciertamente hay razones para pensar que la lectura de ficción literaria pudo jugar algún papel en el desarrollo de las revoluciones liberales: todos leímos aquel libro de la historiadora Lynn Hunt donde se sostenía que la proyección imaginativa que la novela hizo posible a caballo de los siglos XVIII y XIX facilitó la expansión de los derechos cívicos y políticos. Por su parte, el mismo Robert Darnton a quien Taurus acaba de publicar un voluminoso trabajo sobre la Francia prerrevolucionaria lleva décadas estudiando el papel de la literatura –no solo de ficción– en el colapso del Antiguo Régimen: sin panfletos, ensayos y polémicas nunca hubiera cuajado el descontento popular. Y recordemos que Kant depositaba tanta confianza en la libertad de palabra que desaconsejaba el camino de la revolución: el despotismo ilustrado terminaría por dar paso a una república representativa por la sola fuerza de la razón. También John Stuart Mill apostaba por la libre expresión dentro del marco democrático, si bien recelaba de una nación donde el público se informase por medio de periódicos diferentes: si el escocés leía una cosa y el británico otra, las posibilidades de que alcanzaran un acuerdo disminuían irremediablemente a consecuencia de la divergencia entre sus respectivas visiones de la realidad. Ya ven que la exposición selectiva es una cosa muy vieja.

Bien podría decirse entonces que hemos idealizado la cultura libresca, atribuyéndole un papel protagonista en la historia de la modernidad; un papel que no acaba de casar con una realidad histórica que admite más de una interpretación. Igual que solía decirse aquello de que la música amansa a las fieras, nos hemos acostumbrado a creer que la lectura civiliza al ser humano. Y ciertamente es el caso, aunque tal vez sería más apropiado decir que puede llegar a hacerlo. Tal como se ha dicho antes, todo depende de lo que leamos y de las condiciones bajo las cuales lo hagamos; la libertad de conciencia que trajo consigo la Reforma protestante se antoja así como un factor clave en la formación de la subjetividad moderna. Pero la libre lectura no garantiza resultados benéficos: son legión los fanáticos que han perseguido utopías monstruosas con una biblioteca a cuestas, pues de sobra sabemos que la literatura y el pensamiento pueden inducir delirios racionalistas o ensueños románticos. De Jünger a Céline, abundan los hombres de letras que han comulgado con las ruedas de molino de la ideología; si miramos a la izquierda comunista, la lista es aun más larga. Basta remitirse al libro de Mark Lilla sobre los “pensadores temerarios” que apostaron por la dictadura a lo largo del siglo XX.

La culpa no es (solo) de las redes sociales

Y es que ahí nos duele: sostener que las redes sociales y el smartphone pueden acabar con la democracia –tesis que acaba de sostener Francis Fukuyama en las páginas del New York Times– supone pasar por alto la trágica historia de los últimos 250 años. Del Terror Jacobino a las purgas estalinistas, pasando por el colonialismo europeo de aspiraciones “civilizatorias” o la expansión hacia el Oeste de una república estadounidense asentada sobre ideales ilustrados, el vínculo entre hombres de letras y salvajismo político puede identificarse aquí y allá sin mayor dificultad. Incluso después de la II Guerra Mundial nos encontramos con un terrorismo de raigambre ideológica que enarbolaba literatura de toda clase: la juventud sesentayochista leía el Libro Rojo de Mao como un catecismo. Sobre todo eso se ha escrito ya; el mismo fascismo al que alude Scurati hizo migas con el futurismo y la consigna vanguardista que reclamaba la destrucción de la sociedad burguesa venía avalada por un buen número de bibliotecas. ¡Incluso hay poetas comunistas! Todo eso ha sucedido sin redes sociales: conviene repetirlo.

Ni siquiera hoy es raro encontrar a defensores de la lectura que proceden a defender regímenes dictatoriales –como el venezolano– o saben callarse cuando son los suyos quienes socavan la cultura democrática y degradan la instrucción pública: abundan entre nosotros quienes pasan el día hablando de efectos perversos de los algoritmos y sin embargo no tienen nada que decir sobre la degradación programada de Radio Televisión Española o el desempeño de esos ministros del gobierno que se dedican a degradar el lenguaje público. Y cabe sospechar que la correspondencia entre lectura de novelas y voto por partidos iliberales no ha de ser pequeña; fue en la cultísima Cataluña, donde cada año se celebra esa fiesta de Sant Jordi consistente en regalar libros y flores, donde se atentó en 2017 contra el orden constitucional español. Si es verdad que el 65% de los españoles lee libros habitualmente, en fin, no parece que su voto sea demasiado virtuoso: las actitudes iliberales de Pedro Sánchez están a la vista de todos, la extrema derecha se encuentra en ascenso y Pablo Iglesias es toda una celebridad.

Quiere así decirse que no puede establecerse sin más una asociación positiva entre literatura y democracia, aunque la modernidad liberal haya solido combinarlas; solo un humanismo romantizante puede creer que la lectura –entendida genéricamente– nos cura de todos los males. Por supuesto, es un ideal preferible a los demás: tener una red de bibliotecas públicas y altos índices de lectura de prensa es mejor que solazarse en la ignorancia. Pero vistazo somero a los datos pone de manifiesto que el grado de ilustración de la sociedad moderna nunca ha sido elevado: el estudio que tanta preocupación ha suscitado identifica un pico del 28% de lectores por placer en el año 2004, cifra que desde entonces no ha hecho sino descender. O sea: los estadounidenses que leían en su tiempo libre antes del smartphone apenas llegaban a un tercio de la población. Y esa cifra nada nos dice acerca de qué o cuánto se lee, ni nos permite saber si el ciudadano está o no verdaderamente informado sobre los asuntos públicos. Tampoco esto último sirve de mucho: la lealtad partidista es compatible con la lectura de prensa y puede comportar el apoyo a gobiernos iliberales por parte de ciudadanos cultivados.

Ciudadanos zelotes

Se sigue de aquí que las democracias occidentales se han consolidado a pesar de que la mayoría de sus ciudadanos leía poco o nada y se informaba mal o jamás se informaba. A este respecto, los estudios de opinión pública son tajantes: la ignorancia de masas es el rasgo dominante de la sociedad democrática. Esa actitud puede explicarse racionalmente, pues el voto individual carece de potencia electoral y el ciudadano bien puede optar por no pagar el coste de oportunidad que supone informarse; su vida ya es por lo general bastante complicada y la democracia representativa prescinde sabiamente del referéndum como forma habitual de decisión colectiva. El problema surge cuando los partidos políticos, inmersos en la lucha por el voto, se deciden por explotar la ignorancia ciudadana en lugar de cumplir responsablemente con las funciones que el sistema político democrático les atribuye: no son solo los extremistas quienes proceden a ejecutar esa “operación lingüística de brutal simplificación ideológica de la complejidad de la realidad moderna” que Scurati atribuye a Mussolini; la simplificación ideológica es la moneda de la democracia de masas. Y si los medios de comunicación se alinean con los partidos, eludiendo su función fiscalizadora, el problema no hace más que agravarse. En esos casos, tener unas élites intelectuales y periodísticas dignas de tal nombre, así como una tasa decente de lectura de prensa, es de mucha ayuda; huelga decir que la cultura política de cada sociedad sigue siendo determinante.

Poner el acento en los efectos negativos de la digitalización, en fin, supone perder de vista sus beneficios. Podemos resumirlos en una sola pregunta: ¿cuánto tiempo tarda hoy en ser desmentida la mentira de un gobierno en las redes sociales? Asunto distinto es que las redes, con su intensa cualidad democrática, traigan consigo una conversación pública más desordenada y fragmentada, donde el insulto convive con la estadística y comprobamos cómo se las gasta el sujeto deliberante cuando tiene la oportunidad de expresarse en público. Naturalmente, como denunció Sartori en su momento, los medios audiovisuales carecen de la profundidad de los medios escritos. O mejor: los peores medios audiovisuales carecen de la profundidad de los mejores medios escritos. Por desgracia, sabemos que las soluciones epistocráticas –el gobierno de los más educados– tampoco funcionan, ya que los intereses de los más desfavorecidos se verán inevitablemente relegados a un segundo plano. Para combatir el extremismo, de hecho, no hay nada mejor que gestionar los asuntos públicos con acierto; la falta de vivienda o la precariedad salarial hacen más daño a la democracia que la falta de grandes lectores.

Así que no podemos confiar en los lectores de literatura profunda, pues no muestran una menor inclinación al sesgo ideológico que los consumidores de entretenimiento ligero; tanto entre solemnes como entre frívolos escasea la cualidad más importante del sujeto democrático: el ironismo reflexivo que le separa de los bloques partidistas, incrementa su tolerancia a las opiniones discrepantes y desemboca en un voto flexible que tan pronto castiga al mal gestor como premia a quien se atreve a rendir cuentas o plantear reformas impopulares. Eso es lo que necesitan las democracias: ciudadanos que no se comporten como zelotes y renuncien a identificarse ciegamente con unos partidos que se aprovecharán irremediablemente de esa sumisión emocional. Si luego dedican su tiempo libre a la lectura de Virgilio, bien por ellos. Pero si prefieren hacer deporte o convertirse en virtuosos del snooker, mal podemos reprochárselo: dando la vuelta a la famosa frase de Deng Xiaoping, lo importante es que el gato ciudadano cace al ratón del mal gobierno, no si acumula libros en casa o lee suplementos culturales.

22 octubre 2025 

https://letraslibres.com/cultura/casa-rorty-lii-declive-de-la-lectura-y-crisis-de-la-democracia/22/10/2025