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Opinión

Pam Belluck

Un nuevo estudio reveló que al año siguiente de contraer covid, muchas personas tenían más probabilidades de ser diagnosticadas con trastornos psiquiátricos que quienes no se contagiaron.

El aislamiento social, el estrés económico, la pérdida de seres queridos y otras dificultades durante la pandemia han contribuido a aumentar los problemas de salud mental como la ansiedad y la depresión.

¿Acaso el hecho de tener COVID-19 puede aumentar el riesgo de desarrollar problemas de salud mental? Un estudio nuevo, y extenso, sugiere que sí.

La investigación, publicada el 16 de febrero en la revista médica The BMJ, analizó los registros de casi 154.000 pacientes con COVID-19 en el sistema de la Administración de la Salud de los Veteranos estadounidense y comparó su experiencia durante el año posterior a su recuperación del contagio inicial con la de un grupo similar de personas que no contrajeron el virus.

El estudio solo incluyó a los pacientes que no habían recibido ningún diagnóstico o tratamiento de salud mental durante al menos dos años antes de contagiarse de coronavirus, lo que permitió que los investigadores se centraran en los diagnósticos y tratamientos psiquiátricos que se produjeron después de la infección.

De acuerdo con el estudio, las personas con COVID-19 tenían un 39 por ciento más de probabilidades de ser diagnosticadas con depresión y un 35 por ciento más de probabilidades de que se les diagnosticara ansiedad durante los meses posteriores a la infección que quienes no presentaron la enfermedad durante el mismo periodo. Los pacientes con COVID-19 tenían un 38 por ciento más de probabilidades de recibir un diagnóstico de estrés y trastornos de adaptación y un 41 por ciento más de probabilidades de que se les diagnosticaran trastornos del sueño que las personas no contagiadas.

“Parece haber un exceso de diagnósticos de salud mental en los meses posteriores a la COVID-19”, dijo Paul Harrison, profesor de psiquiatría de la Universidad de Oxford, quien no participó en el estudio. Dijo que los resultados reflejan el panorama detectado en otras investigaciones, incluido un estudio de 2021 de su autoría, y “refuerza el argumento de que hay algo en la COVID-19 que está dejando a las personas en mayor riesgo de presentar trastornos en la salud mental”.

Los datos no sugieren que la mayoría de los pacientes con covid desarrollen síntomas de salud mental. Solo entre el 4,4 y el 5,6 por ciento de los que participaron en el estudio recibieron diagnósticos de depresión, ansiedad o estrés y trastornos de adaptación.

“Afortunadamente, no es una epidemia de ansiedad y depresión”, dijo Harrison. “Pero no es trivial”.

Los investigadores también encontraron que los pacientes con covid tenían un 80 por ciento más de probabilidades de desarrollar problemas cognitivos como niebla mental, confusión y olvido que aquellos que no tenían covid. Además tenían un 34 por ciento más de probabilidades de desarrollar trastornos por el uso de opioides, posiblemente por medicamentos recetados para el dolor, y un 20 por ciento más de probabilidades de desarrollar trastornos por el uso de sustancias no opioides, incluido el alcoholismo, informó

Después de contagiarse de covid, las personas tenían un 55 por ciento más de probabilidades de tomar antidepresivos recetados y un 65 por ciento más de probabilidades de tomar ansiolíticos recetados que quienes no se contagiaron, según encontró el estudio.

En general, más del 18 por ciento de los pacientes con COVID-19 recibieron un diagnóstico o una receta médica para un problema neuropsiquiátrico en el año siguiente, en comparación con menos del 12 por ciento del grupo que no se contagió. Según el estudio, los pacientes con COVID-19 tenían un 60 por ciento más probabilidades de caer en esas categorías que las personas que no presentaron la enfermedad.

La investigación reveló que los pacientes hospitalizados por COVID-19 eran más propensos a ser diagnosticados con problemas de salud mental que aquellos con infecciones por coronavirus menos graves; sin embargo, las personas con infecciones iniciales leves seguían estando en mayor riesgo que las personas sin COVID-19.

“Algunas personas siempre dicen: ‘Ay, bueno, tal vez las personas están deprimidas porque tuvieron que ir al hospital y pasaron como una semana en la unidad de cuidados intensivos’”, señaló el autor principal del estudio, Ziyad Al-Aly, jefe de investigación y desarrollo en el Sistema de Atención Médica para Veteranos de San Luis e investigador de salud pública clínica en la Universidad de Washington en San Luis. “En las personas que no fueron hospitalizadas por COVID-19, el riesgo era menor pero significativo, y la mayoría de la gente no necesita ser hospitalizada, así que ese es realmente el grupo representativo de la mayoría de las personas con COVID-19.”

El equipo también comparó los diagnósticos de salud mental de las personas hospitalizadas por COVID-19 con las hospitalizadas por cualquier otro motivo. “Tanto si las personas fueron hospitalizadas por ataques cardíacos como por quimioterapia o por cualquier otra afección, el grupo de COVID-19 presentaba un riesgo mayor”, explicó Al-Aly.

El estudio incluyó los registros médicos electrónicos de 153.848 adultos que dieron positivo en la prueba del coronavirus entre el 1 de marzo de 2020 y el 15 de enero de 2021, y que sobrevivieron al menos 30 días. Dado que fue al principio de la pandemia, muy pocos se vacunaron antes del contagio. Se les hizo un seguimiento a los pacientes hasta el 30 de noviembre de 2021. Al-Aly dijo que su equipo planeaba analizar si la vacunación posterior modificaba o no los síntomas de salud mental de las personas, así como otros problemas médicos posteriores al COVID-19 que el grupo ha estudiado.

Los investigadores compararon a los pacientes con COVID-19 con más de 5,6 millones de pacientes del sistema de Veteranos que no dieron positivo en la prueba del coronavirus y con más de 5,8 millones de pacientes de antes de la pandemia, en el periodo que va de marzo de 2018 a enero de 2019. Para tratar de medir el efecto del COVID-19 en la salud mental frente al de otro virus, también se comparó a los pacientes con unos 72.000 pacientes que tuvieron influenza durante los dos años y medio anteriores a la pandemia. (Al-Aly dijo que hubo muy pocos casos de influenza durante la pandemia para proporcionar una comparación en el mismo periodo de tiempo).

Los investigadores trataron de reducir las diferencias entre los grupos ajustando muchas características demográficas, las condiciones de salud previas al COVID-19, si habitan en residencias para adultos mayores y otras variables.

En el año posterior a su contagio, los pacientes de COVID-19 presentaron índices más altos de diagnósticos de salud mental que los otros grupos.

“En realidad no me sorprende porque ya lo habíamos observado”, señaló Maura Boldrini, profesora adjunta de psiquiatría en el Centro Médico de la Universidad de Columbia NewYork-Presbyterian. “Me llama la atención la cantidad de veces que hemos visto a personas sin antecedentes psiquiátricos con estos síntomas nuevos”.

La mayoría de los veteranos del estudio eran hombres, tres cuartas partes eran blancos y su edad promedio era de 63 años, por lo que los resultados pueden no corresponder con todos los estadounidenses. Aun así, el estudio incluyó a más de 1,3 millones de mujeres y 2,1 millones de pacientes negros, y Al-Aly aseveró: “Encontramos indicios de un mayor riesgo independientemente de la edad, la raza o el sexo”.

Hay varias razones que podrían explicar el aumento de los diagnósticos de salud mental, afirmaron Al-Aly y otros expertos. Boldrini dijo que, en su opinión, lo más probable es que tanto factores biológicos como el estrés psicológico asociado a tener una enfermedad hayan influido en los síntomas.

“En psiquiatría, casi siempre se produce una interacción”, dijo.

La investigación, incluidas las autopsias cerebrales de pacientes que murieron de covid, encontró evidencia de que la infección puede generar inflamación o pequeños coágulos de sangre en el cerebro, y puede ocasionar accidentes cerebrovasculares pequeños y grandes, dijo Boldrini, quien ha realizado algunos de estos estudios. En algunas personas, es posible que la respuesta inmunitaria que se activa para luchar contra la infección por coronavirus no se detenga de manera efectiva cuando el contagio desaparece, lo que puede impulsar la inflamación, dijo.

“Los marcadores inflamatorios pueden alterar la capacidad del cerebro para funcionar de muchas maneras, incluida la capacidad para producir serotonina, que es fundamental para el estado de ánimo y el sueño”, dijo Boldrini.

Por sí mismos, esos cambios cerebrales pueden o no causar problemas psicológicos. Pero, si alguien está experimentando estrés por haberse sentido físicamente enfermo o porque el covid interrumpió sus vidas y rutinas, dijo, “es posible que sea más propenso a no poder manejar esa situación porque su cerebro no funciona al 100 por ciento”.

Harrison, que ha realizado otros estudios con grandes bases de datos médicas, señaló que dichos análisis pueden pasar por alto cierta información específica sobre los pacientes. También dijo que algunas personas en los grupos de comparación podrían haber tenido covid y no haber sido examinados para confirmarlo, y que algunos pacientes podrían haber sido más propensos a recibir diagnósticos porque estaban más preocupados por su salud después del covid o porque los médicos fueron más rápidos al momento de identificar los síntomas psicológicos.

“No hay un análisis que te aclare todo el panorama”, dijo Al-Aly. “Puede que todos o la mayoría de nosotros hayamos experimentado algún tipo de malestar emocional o estrés mental o algún trastorno del sueño”, añadió, “pero a las personas con COVID-19 les fue peor”.

18 de febrero 2022

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2022/02/18/espanol/covid-salud-mental.html

 7 min


Noreen Malone

Millones de personas renunciaron a su empleo. Detrás hay algo más profundo que agotamiento laboral. Tal vez el futuro del trabajo sea más parecido al pasado.

Solía pensar que mi trabajo existía en su propia Feliciudad, como en los libros de Richard Scarry, donde hay un pequeño y luminoso pueblo de trabajadores, cada uno centrado en una única labor, cuyos caminos se cruzan en el transcurso de un día muy muy ajetreado. En mi barrio de Brooklyn, varios días a la semana veía a la misma persona en la parada de autobús de la Avenida Myrtle y me imaginaba a dónde iría con su bolsa de computadora portátil Dell y zapatos deportivos negros. Compraba café a un elenco rotativo de baristas en la cafetería del tercer piso de mi edificio de oficinas, donde trabajaba como editora en una revista. Me paraba a charlar con otra editora, cuya oficina estaba a un muro de distancia de la mía. A veces, ella me hacía un gesto para que cerrara la puerta, y decíamos lo que realmente pensábamos sobre algún chisme profesional menor, un cotilleo que a lo mucho le importaba a unas 3,5 personas en el mundo. Veía a mi jefe dirigirse a una reunión con su jefe y me preguntaba si su conversación acabaría afectando a mi trabajo.

La mayoría de nosotros trabajábamos en computadoras, tecleando documentos y enviando correos electrónicos a la persona que estaba al otro lado de la pared de un cubículo, pero había cierto ajetreo en todo el esfuerzo. Era un pequeño terrario en el que todos pasábamos 50 horas a la semana, lleno de tentempiés de oficina y de cumplidos sobre los atuendos en el baño y tragos después de la hora de salida. Incluso cuando no ocurría gran cosa a nivel profesional, existía la sensación de haber trabajado, de haber desempeñado tu papel en un ecosistema.

Cada trabajo tenía su propia Feliciudad. Aunque en el mundo en general nadie quería hablar, por ejemplo, de las estrategias de reducción de costos para un posible nuevo cliente, en tu Feliciudad sí podías encontrar a alguien que estuviera tan preocupado por ello como tú. Mientras tanto, en la Feliciudad de los libros de Scarry (que en inglés se llama Busy Town), el mundo está poblado por personas (bueno, animales) a las que les resulta muy fácil explicar su trabajo. Son policías, tenderos, carteros, médicos y enfermeras. Cuando llegó la pandemia, las personas con trabajos al estilo de Scarry tuvieron que seguir yendo a trabajar. Sus Feliciudades siguieron adelante. Y en realidad, esos trabajos se hicieron más difíciles.

Todos los demás perdieron el contacto con los suyos. Se conectan a Slack y Zoom, donde sus compañeros de trabajo son bidimensionales o avatares, y cada día es igual que el anterior. Dependiendo de lo que ocurra con el virus, sus hijos pueden estar ahí, como en marzo de 2020, reclamando atención y minando la energía mental. Definitivamente, internet está ahí, siempre, exigiendo atención y minando la energía mental. Un trabajo se siente como otra invasión más que exige atención y mina la energía mental.

Y no ayudó que, al principio de la pandemia, todos los puestos de trabajo fueran recategorizados: esenciales o no esenciales. Ninguna de las dos etiquetas sienta bien. Por supuesto, un trabajo que no pertenece a alguna de las profesiones auxiliares sigue teniendo mucho sentido. Pero “no esencial” es una frase que invita al nihilismo rastrero. Esto con lo que llenamos al menos ocho o diez horas del día, cinco días a la semana, durante años y décadas, el motivo por el que nos perdemos las cenas familiares… ¿Era solo una ocupación de relleno? Tal vez eso es lo que siempre fue.

Para los trabajadores evidentemente esenciales —enfermeras de la UCI, neumólogos— la carga de ser necesarios resulta muy costosa. La palabra burnout, empleada de forma promiscua en estos días, fue de hecho acuñada para diagnosticar el agotamiento en los trabajadores médicos en una época más agradable, cuando no nos dirigíamos al tercer año de una pandemia mundial de varias olas. Y mientras tanto, una gran mayoría de las personas consideradas esenciales tienen trabajos como el de trabajador de almacén de Amazon o el de cajera. Cuando te dicen que la sociedad no puede funcionar sin ti, y que debes arriesgar tu salud mientras otras personas producen informes de mercadotecnia desde casa — y a menudo cobran mucho más dinero— es difícil no preguntarse si “esencial” no es un decir cínico, una forma educada de clasificar a los humanos como “prescindibles” o “imprescindibles”.

A profundidad ¿Qué es el desgaste laboral y cómo identificar sus síntomas?

Los profesores, que casualmente están muy sindicalizados y cuentan con estudios universitarios, no se han tomado muy bien que se les ubique en el extremo prescindible de la ecuación, al pedírseles que trabajen de forma presencial con personas diminutas que no son hábiles para distanciarse ni usar mascarillas y que han pasado los últimos años encerradas. A principios de enero, leí un artículo en el Times sobre el drama entre el sindicato de profesores de Chicago y el ayuntamiento a causa de la enseñanza presencial. Cuando se cancelaron abruptamente las clases, una madre que trabajaba como cajera en un banco había llevado a su hijo a una guardería operada por empleados escolares que no estaban en el sindicato. (Trabajadores de las guarderías: aún más abajo que los profesores en las horribles castas de ahora). “Entiendo que quieran estar a salvo, pero yo tengo que trabajar”, dijo la cajera sobre los profesores de su hijo. “No entiendo por qué son tan especiales”. Este tipo de comparaciones puede perjudicar las relaciones entre las personas y con su propio trabajo.

Esenciales o no esenciales, a distancia o en persona, a casi nadie que conozco le gusta mucho el trabajo en este momento. La principal emoción que suscita un empleo ahora mismo es la determinación de aguantar: si logramos superar los próximos meses, quizá las cosas mejoren.

El acto de trabajar ha quedado al desnudo. No hay atuendos especiales que ponerte, ni almuerzos a los que ir ni descansos para el café ni clientes para charlar. La oficina está donde no debe estar —en casa, en nuestros espacios íntimos— y lo único que queda es el trabajo en sí, desnudo y solo. Y a mucha gente no le gusta lo que ve.

Hay dos tipos de historias que se cuentan sobre el trabajo ahora mismo. Una es la historia del mercado laboral, y como es un poco aburrida y bastante confusa, se mezcla con la segunda historia, que trata de la relación emocional de los trabajadores estadounidenses con sus empleos y con sus empleadores. La Gran Renuncia o Dimisión es la frase que se ha utilizado, un poco incorrectamente, para describir ambas historias.

Es cierto que estamos en medio de una “pandemia de renuncias”, como lo ha calificado alegremente este diario al citar el número récord de personas (4,5 millones) que solo en noviembre notificaron que renunciarían. Se calcula que 25 millones de personas dejaron su trabajo en el segundo semestre de 2021; es casi seguro que se trata de la tasa de abandono laboral más alta de Estados Unidos desde que la Oficina de Estadísticas Laborales comenzó a hacer un seguimiento de estas cifras en el año 2000.

El mercado laboral, como les gusta decir a los economistas, está tenso: las estadísticas de empleo son sólidas y cada vez más fuertes. A pesar de la inflación, los ingresos reales han aumentado en todos los niveles de renta en Estados Unidos. Se trata de un cambio notable, tras las terribles pérdidas de empleo de los primeros años de la pandemia, que afectaron desproporcionadamente a los que menos ganan y a los que tienen poca seguridad laboral. Muchos de los que han renunciado recientemente se encuentran en la parte inferior de la escala de ingresos. Buscan o consiguen un trabajo mejor, por más paga, porque pueden. Y ese tipo de mercado laboral significa que, al menos, algunos empleados de bajos ingresos llegan a concebir sus empleos de la forma en que tradicionalmente lo han hecho los trabajadores de cuello blanco: como algo que tiene que funcionar para ellos, y no al revés.

Pero estas cifras ocultan una realidad más turbia. Después de que se publicaron las últimas cifras de empleo en Estados Unidos en febrero (que parecían mostrar un notable crecimiento del empleo y una tasa de paro del cuatro por ciento), un economista de la Oficina de Estadísticas Laborales lo calificó en su Substack como el “informe de empleo más complicado de la historia”. Además de los trabajadores que intentan negociar para conseguir un empleo objetivamente mejor, millones de otros simplemente han abandonado la fuerza de trabajo, ya sea porque están enfermos, o cuidan de sus hijos, o se jubilan, o simplemente se sienten fatal.

Las razones exactas son un poco misteriosas. La recuperación del empleo no se reparte de forma uniforme entre los distintos sectores, ni tampoco la tasa de abandono. Los niveles de personal en los sectores del ocio y la hostelería siguen siendo un diez por ciento más bajos que antes de la pandemia y, según el informe de empleo de diciembre, las personas que trabajan en hoteles y restaurantes son las más propensas a renunciar. El ocho por ciento de los puestos de trabajo en el sector de la salud están vacantes en este momento. Hay casi 400.000 trabajadores de la salud menos ahora que antes de la pandemia. Como dijo la economista jefa de LinkedIn a CBS News, “puede que para algunos no valga la pena”.

Incluso entre las personas que estaban técnicamente empleadas, un número considerable no podía trabajar por cuestiones de cuidado de los niños o debido a que estaban de licencia por enfermedad. A esto hay que añadir el hecho de que muchas personas que preferirían un trabajo a tiempo completo con prestaciones siguen trabajando según las condiciones impuestas por los empleadores, lo que significa un empleo a tiempo parcial e inestable, como informó recientemente Noam Scheiber, del Times. Y si se indaga en las cifras de abandono de los trabajadores con salarios más altos, no se trata de gente que se va de viaje en plan Comer, rezar, amar. El panorama completo no es tan color de rosa.

Tampoco es una casualidad de este momento. Durante décadas, la productividad del trabajo ha aumentado mientras los salarios reales no lo han hecho. La gente ya estaba muy saturada. La escritora Anne Helen Petersen, que se ha convertido en una especialista en olfatear como un sabueso las preocupaciones de la internet de los milénials, escribió recientemente un libro sobre el burnout o agotamiento laboral entre la clase profesional. El libro surgió de un artículo viral de BuzzFeed de 2019 que escribió sobre el mismo tema. (El ejemplo principal que usaba refería que no lograba llevar a afilar sus cuchillos). Yo estaba en un momento especialmente estresante de un trabajo administrativo en ese momento y buscaba en Google los síntomas del agotamiento laboral a altas horas de la noche, en una pestaña privada del navegador. Pero me irritaba que la gente hablara con ostentación de ello, y me avergonzaba la indulgencia del lenguaje, o, tal vez, lo que yo veía como la arrogancia del mismo.

Ahora, sin embargo, es como si toda nuestra sociedad estuviera con burnout. Es posible que la pandemia haya alertado a nuevos sectores de personas del desagrado que sienten por sus trabajos, o que las haya agotado hasta el punto de que no queda nada disfrutable en los trabajos que antes les gustaban.

Tal vez por eso la prensa está llena de historias sobre la insatisfacción generalizada de los empleados; el mes pasado, un artículo de Insider declaraba que las empresas “están ahuyentando activamente a sus oficinistas al suponer que los empleados siguen pensando como antes de la pandemia: que sus trabajos son lo más importante en la vida”, y señalaba una encuesta de Gallup que mostraba que el año pasado solo un tercio de los trabajadores estadounidenses decían estar comprometidos con sus trabajos.

En Amazon las salidas de empleados de sus filas directivas han alcanzado lo que se considera un nivel de “crisis”, según Brad Stone, de Bloomberg. (Una fuente le dijo que la tasa de rotación llegaba al 50 por ciento en algunos grupos, aunque Amazon lo niega). Una mujer, al dejar su trabajo, hizo una publicación en una lista de distribución interna llamada Momazonian (un juego de palabras entre Mamá y Amazonian, el nombre con el que se identifican los empleados de Amazon), que tiene más de 5000 integrantes. “Aunque ha sido un lugar increíblemente gratificante para trabajar, la presión a menudo se siente implacable y, a veces, innecesaria”, escribió, en una perorata al estilo Jerry Maguire dirigida a un grupo que es muy cuidadoso con sus contactos; también copió a vicepresidentes senior y algunas integrantes de la junta de directores.

No es casualidad que fuera el grupo de afinidad de mamás de la oficina donde ventiló ese sentimiento. Un estudio de McKinsey del año pasado mostró que el 42 por ciento de las mujeres sienten desgaste laboral, frente al 32 por ciento en 2020. (En el caso de los hombres, saltó del 28 al 35 por ciento.) Al principio de la pandemia, el mundo laboral perdió más de 3,5 millones de madres, según la Oficina del Censo. El National Women’s Law Center, además, descubrió que, a principios de 2021, la participación de las mujeres en la fuerza laboral se encontraba en el nivel más bajo de los últimos 33 años, un retroceso a la época en que Secretaria ejecutiva era revolucionaria. Muchas de esas mujeres no han vuelto.

Así que las cifras son bastante malas. Pero también está la forma en que los datos duros de la economía interactúan con nuestras emociones. Considera esta hipótesis: que el actual hastío oficinil fue simplemente la reacción inevitable a la cultura rigurosa de la década anterior: #GraciasDiosEsLunes. Y además, en algún momento alrededor del auge del #MeToo (y después de la elección de Donald Trump), la ambición comenzó a parecer un esfuerzo inútil. Los enormes costos personales de llegar a la cima se hicieron evidentes, así como los potenciales efectos deformantes de estar al mando. No solo se despidió a los malos jefes que acosaban sexualmente, sino también a los tóxicos, y pronto empezamos a cuestionar todo el funcionamiento del poder en la oficina. Lo que empezó como un momento esperanzador se convirtió rápidamente en algo deprimente. Las estructuras de poder se cuestionaban, pero rara vez se desmantelaban, un punto intermedio que dejaba a todo el mundo sintiéndose bastante mal con el estado actual del mundo. Se hizo más difícil confiar en alguien que fuera tu jefe y más difícil imaginar que quisieras llegar a ser jefe. La covid fue un acelerador, pero el fósforo ya estaba encendido.

Hace poco, di con los últimos datos sobre la felicidad de la Encuesta Social General, un sondeo de referencia que ha estado siguiendo las actitudes de los estadounidenses desde 1972. Es impactante. Desde que comenzó la pandemia, la felicidad de los estadounidenses se ha llenado de cráteres. El gráfico parece como si el ritmo cardíaco se hubiera desplomado y fuera el momento de llamar a todo el mundo para reanimar al paciente. Por primera vez desde que comenzó la encuesta, hay más personas que dicen no ser demasiado felices que las que dicen ser muy felices.

La peste, la muerte, la cadena de suministro, las largas colas en la oficina de correos, el colapso de muchos aspectos de la sociedad civil, todo ello podría tener un papel en esa estadística. Pero en su clásico estudio de 1951 sobre la clase media que trabaja en las oficinas, el sociólogo C. Wright Mills observó que “aunque el trabajador de cuello blanco moderno no tiene una filosofía articulada del trabajo, sus sentimientos al respecto y sus experiencias en él influyen en sus satisfacciones y frustraciones, en todo el tono de su vida”. Recuerdo que una amiga dijo una vez que, aunque su marido no estaba deprimido, odiaba su trabajo, y que eso era efectivamente como vivir con una persona deprimida.

Tras el último informe sobre el empleo, el economista y columnista del Times Paul Krugman calculó que la confianza de la gente en la economía era unos 12 puntos menor de lo que debería haber sido, considerando que los salarios habían subido. A medida que la pandemia se prolonga, o bien las cifras no son capaces de cuantificar lo mal que se han puesto las cosas, o bien la gente parece haberse convencido de que las cosas están peor de lo que realmente están.

No es solo en los datos donde las palabras “satisfacción laboral” parecen haberse convertido en una paradoja. También está presente en el ambiente cultural que gira en torno al trabajo. No hace mucho, una joven editora a la que sigo en Instagram respondió una pregunta que alguien le había hecho: ¿Cuál es el trabajo de tus sueños? Su contestación, una ágil y excéntrica réplica en internet, fue que ella no “soñaba con trabajar”. Sospecho que es ambiciosa. Sé que es excelente para entender el espíritu de esta época.

Está en el aire, esta antiambición. Hoy en día, es fácil hacerse viral apelando a un presunto letargo general, sobre todo si se tiene la habilidad de inventar esos aforismos lánguidos e irónicos que se han convertido en la versión de esta generación de la escena en Enredos de oficina en la que se destruye una impresora. (La película se estrenó en 1999, en medio de otro mercado laboral en llamas, cuando la tasa de desempleo era la más baja de los últimos 30 años). “El sexo es una maravilla, pero ¿alguna vez has dejado un trabajo que estaba arruinando tu salud mental?”, decía un tuit, que tiene más de 300.000 likes. O: “Espero que este correo no te encuentre. Espero que hayas escapado, que seas libre” (168.000 likes). Si el ajustado mercado laboral está dando a los trabajadores de salarios bajos una muestra de movilidad ascendente, muchos oficinistas parecen estar concibiendo sus trabajos más como la forma en que siempre han hecho muchas personas de clase trabajadora: como un simple trabajo, ¡un sueldo para pagar las cuentas! No como la suma total de un nosotros, no como una identidad.

Incluso los abogados de élite parecen estar perdiendo el gusto por el acelere laboral. El año pasado, Reuters informó de una inusual oleada de deserciones en los grandes bufetes de Nueva York, y señaló que muchos de los abogados habían decidido aceptar un recorte salarial con tal de trabajar menos horas o trasladarse a una zona más barata o trabajar en tecnología. También está ocurriendo en las finanzas: en Citi, según la revista New York, un analista escribió en un chat “odio este trabajo, odio este banco, quiero saltar por la ventana”, lo que obligó a Recursos Humanos a verificar su salud mental. “Esta es una opinión consensuada”, explicó el analista a Recursos Humanos. “Así es como se siente todo el mundo”.

Las cosas se ponen raras cuando los empresarios intentan abordar este descontento. Desde hace un año, a los trabajadores de los almacenes de Amazon se les pide que participen en un programa de bienestar destinado a reducir las lesiones en el trabajo. Recientemente, la empresa ha sido criticada por la denuncia de que algunos de sus conductores se ven obligados a rendir tanto que han empezado a orinar en botellas, y los empleados de los almacenes, de los que se sigue cada movimiento, viven con el temor de ser despedidos por trabajar con lentitud. Pero ahora, para esos trabajadores de almacén, Amazon ha introducido un programa llamado AmaZen: “Los empleados pueden visitar las estaciones AmaZen y ver videos cortos con actividades de bienestar fáciles de seguir, incluyendo meditaciones guiadas [y] afirmaciones positivas”. Se trata de un programa de autocuidado de tendencia distópica, en el que la solución para el agotamiento del obrero es… pasar tiempo frente a una pantalla.

El estado de ánimo cultural hacia la oficina aparece incluso en los programas de televisión que obsesionan a los trabajadores de las industrias del conocimiento. Pensemos en Mad Men, una serie ambientada en el apogeo económico de finales de la década de 1960. Era una serie que encontraba que el trabajo era romántico. No me refiero a los romances de oficina. Me refiero a que los personajes estaban enamorados de su trabajo (o, a veces, furiosamente desencantados, pero eso también es una pasión). Más que eso, sus carreras y los pequeños dramas de su trabajo diario —las presentaciones a los clientes, la política de la oficina— daban sentido a sus vidas. (Al final de la serie, Don Draper fue a un centro turístico que se parece mucho a Esalen para encontrar el sentido de la vida, y meditó de forma transformadora… hasta lograr una campaña publicitaria para Coca-Cola).

Peggy Olson, la esforzada agente publicitaria en ciernes del programa, se ha convertido recientemente en la santa patrona de los que renuncian. Una imagen suya aparece con frecuencia ilustrando artículos sobre gente que deja su trabajo, a veces en forma de GIF. En ella, Olson lleva gafas de sol y una caja de materiales de oficina. Tiene un cigarrillo colgando de la boca, a un lado, con toda seguridad en sí misma. Pero en realidad, en esa escena no está renunciando. Por el contrario, se dirige a un nuevo y mejor trabajo en otra agencia. Su arrogancia proviene de la ambición, no de la renuncia.

Ese programa se emitió entre 2007 y 2015, en el punto álgido de lo que a veces se denomina cultura del ajetreo (y del optimismo de la era Obama). Por aquel entonces —justo antes, durante y después de una recesión global que destrozó la psique— el trabajo había traicionado a grandes franjas de la población, pero muchos (al menos los que estaban mejor situados, para los que la economía se recuperó mucho más rápido) tomaron eso como inspiración para trabajar más duro, para cortocircuitar los problemas del empleo con el espíritu empresarial, o los sueños de este. ¡Crea una empresa! ¡Construye una marca! ¡Conviértete en una jefa! (Una palabra que solía ser un cumplido, no un insulto).

Ahora, los domingos por la noche son para Succession, un gustado y sombrío drama laboral de los nihilistas años post-Trump. En esa serie, cuya tercera temporada llegó recientemente a su fin, el trabajo es una fuerza corruptora. La familia Roy se arruina no por su dinero, sino por su deseo colectivo de dirigir un conglomerado. La ambición pervierte el amor entre padre e hijo, marido y mujer, hermano y hermana. Incluso los luchadores que empezaron desde abajo en la serie están arruinados a causa de sus trabajos. Es una tragedia griega filtrada a través del momento actual, en la que cada pequeña labor ocurre en el capitalismo tardío, y todos los trabajos son trabajos que conducen al desgaste laboral.

Cuando terminó Succession, los oficinistas de Estados Unidos se levantaron del sofá y apagaron la televisión. Se durmieron pensando en el maltrato psicológico que los Roys se infligen unos a otros y a sus subalternos de la empresa Waystar Royco, y luego se fueron a sentar en el mismo sofá el lunes por la mañana.

Es importante reconocer que algunas personas han reaccionado a este momento volviéndose menos cínicas ante las posibilidades del trabajo. El mundo en general es cada vez más oscuro: el cambio climático, el desmoronamiento de la democracia. Parece imposible cambiarlo. ¿Pero el trabajo? El trabajo podría cambiar. Una generación idealista se ha puesto a exigir un mundo utópico, a escala local, en sus pequeñas Feliciudades. Más diversidad, más atención al racismo estructural, mejores horarios, mejores límites, mejores políticas de permisos, mejores jefes.

En algunas empresas, por fin parece que las viejas jerarquías se están trastocando, y que los mejor pagados tienen un poco de miedo a sus subordinados, en lugar de lo contrario. (Nadie siente mucha simpatía por los directivos, y es cierto que, como dijo una vez Don Draper a Peggy Olson, por eso te dan dinero. Pero dirigir una empresa en los últimos años ha sido su propio reto particular).

Enfrentados a este mundo, muchos jóvenes con opciones profesionales quieren ser solidarios con sus colegas en lugar de subir la escalera por encima de los demás. El sentido que antes encontraban en el trabajo lo encuentran ahora en tratar de mejorar el propio espacio laboral. En Authentic, una consultora demócrata, algunos miembros del personal sindicalizado se niegan a trabajar en un contrato al servicio de la senadora Kyrsten Sinema porque no comulgan con sus valores. El personal sindicalizado del Center for American Progress, una organización que suele servir de canal de acceso a codiciados puestos en las administraciones presidenciales demócratas, amenazó con una huelga a mediados de febrero exigiendo un aumento de salarios. Algunos miembros del personal del Congreso han iniciado el proceso de formación de un sindicato.

Ahora trabajo en un sitio de noticias digital que está sindicalizado; me maravilla el hecho de tener un trabajo con un título como el de “editora general” y además todos los beneficios que conlleva la pertenencia a un sindicato. En Google, hogar de las oficinas de lujo y las comidas gratuitas, se formó un sindicato a principios de 2021, integrado por 400 ingenieros altamente remunerados. Las clases directivas profesionales —como llamaron peyorativamente los partidarios de Bernie Sanders a esa porción de la fuerza laboral de cuello blanco— están en pleno desarrollo de una conciencia de clase.

Por eso, algunas de las oficinas más prestigiosas se están organizando, y los universitarios representan una porción mayor del pastel sindical que nunca, gracias en gran medida al crecimiento de los sindicatos de profesores. Pero la afiliación a los sindicatos, en general, está en su punto más bajo. Los empleados de los almacenes de Amazon votaron en contra de la sindicalización en Alabama el año pasado. (Una junta federal de revisión determinó que Amazon había presionado indebidamente a los miembros del personal contra la formación de un sindicato, y ordenó una nueva votación, que tendrá lugar en cinco semanas). Es posible que los trabajadores de Amazon acaben votando para unirse a un sindicato. Los empleados de Starbucks también están iniciando el proceso. Pero, de alguna manera, las protecciones en el lugar de trabajo todavía parecen correr el peligro de convertirse en un artículo de lujo más que acumulan los privilegiados.

Quizá no haya mejor ejemplo de ello que lo que pasó en Goldman Sachs el año pasado. Los banqueros juniores de San Francisco se sentían alienados por sus largas horas, lo que consideraban un salario bajo y la falta de subsidios para ordenar comida a domicilio mientras trabajaban desde casa. Hicieron una presentación formal a los altos ejecutivos de su oficina, basándose en los datos de la encuesta que recopilaron y que mostraban, por ejemplo, que tres cuartas partes de ellos se sentían víctimas de abusos en el lugar de trabajo. Fue algo así como una acción colectiva de la futura élite estadounidense.

Uno de los principales organizadores fue, como informó Bloomberg, el hijo del vicepresidente de TPG Capital, una empresa de capital privado. Su padre, criatura de la época anterior, cuando comenzó a trabajar lo hizo para Michael Milken en Drexel Burnham Lambert, el famoso banco de inversión competitivo (y corrupto).

La adquisición hostil del hijo funcionó. Los analistas de Goldman obtuvieron un aumento de casi un 30 por ciento de su salario base. La revista New York reportó que, aunque al menos cinco de los 13 analistas del grupo de protesta en San Francisco ya habían abandonado Goldman (cuatro eran mujeres de color), el banco no estaba teniendo dificultades para reclutar a estudiantes universitarios para la siguiente generación de analistas.

El aumento de Goldman es un recordatorio de un hecho frío y duro. Uno que se explica en la primera frase de ¿Qué hace la gente todo el día?, el cuento infantil de Richard Scarry: “Todos vivimos en Feliciudad y todos somos trabajadores. Trabajamos duro para que haya suficiente comida, casas y ropa para nuestras familias”. En realidad, el trabajo consiste principalmente en ganar dinero para vivir. Y luego tratar de ganar un poco más. Una historia aburrida y antigua. El futuro del trabajo podría parecerse más a su pasado de lo que se reconoce.

17 de febrero 2022

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2022/02/17/espanol/la-era-de-la-antiambicion....

 21 min


Ignacio Avalos Gutiérrez

Vamos ya, los humanos, para casi dos años en medio de la pandemia desatada por ese bichito, el así llamado Coronavirus, sin que en verdad se hayan despejado todas las interrogantes sobre su origen ni respecto a su evolución a partir de su último disfraz como Omicron.

La normalidad como nostalgia

Cualquiera recuerda los discursos que se dieron, llamando a la solidaridad mundial para que nadie se quedara sin vacunas, que se flexibilizaran las normas de propiedad intelectual, que los hospitales aumentaran su disponibilidad, en fin. Sin necesidad de entrar en mayores detalles, los diversos informes que dan cuenta de la situación a estas alturas de la pandemia revelan, por ejemplo, que el 80 por ciento de las vacunas ha ido a parar a diez países, que las medicinas han crecido considerablemente como negocio y los ricos se han vuelto notablemente más ricos y los pobres trágicamente más pobres. La idea la “Casa Común” nos sigue siendo ajena a los terrícolas, la fraternidad es un bien muy escaso.

Muchos pensaron que de esta suerte de paréntesis global al que nos sometió el microscópico animalito, nos daríamos a la tarea de repensar y cambiar la ruta que la humanidad ha venido transitando hace ya bastante tiempo. Que el encierro, nos haría conscientes de una crisis que ha tocado todos los ámbitos a lo largo y ancho del planeta, haciéndose patente en la desigualdad social, los desajustes ambientales, las disputas geopolíticas, la violación de los derechos humanos, el desgobierno de la globalización, así como otros muchos aspectos que han venido empañando, por decir lo menos, la vida de una gran parte de la población.

Sin embargo, el resultado no ha sido el que se esperaba. De a poco la nostalgia por la vida anterior se ha vuelto nuestra esperanza. La vuelta a la normalidad asoma como nuestro mejor horizonte, retocado hasta cierto punto por la mano de las tecnologías digitales que supuestamente nos abrirán nuevos cauces, en ciertas áreas. Se prefirió torear, así pues, el hecho de que fueron los vientos de esa normalidad los que trajeron estos lodos que desde hace rato, nos entraban el camino de cada día.

La humanidad en aprietos

Además de lo anterior, el mundo se está transformando de pies a cabeza. Nos encontramos con una fuerte aceleración en la mundialización de la economía, al paso que aumenta extremadamente la desigualdad social; una crisis ecológica que los científicos asocian a un patrón de crecimiento económico que, no obstante los parches, sigue orientándose por el engordamiento del PIB; la recomposición del mapa del poder mundial que muestra a China como la segunda potencia del planeta, nuevos conflictos regionales alimentados por motivos de distinta índole y algunos aspectos más dentro de un nuevo (des) orden internacional que aún no dispone de los las instituciones y mecanismos apropiados para procurar su gobernabilidad; el surgimiento de grandes movimientos migratorios, convertidos en un factor importante en el debilitamientos de la cohesión social en diversas partes, al lado de temas como el racismo y el género. Súmese a la lista el impacto radical que están produciendo un conjunto de tecnologías disruptivas que modifican de manera profunda todos los espacios de la vida humana, asomando desafíos para los que aún no se tienen respuesta.

Este nuevo contexto, visto apenas a través de estas pocas líneas, ha sido identificado como una “crisis civilizatoria”. Y en medio de ella se nos desapareció la política, con toda su caja de herramientas, indispensables para bregar la concordia social y asumir conjuntamente los cambios que se precisen.

Otra epidemia recorre el mundo: el autoritarismo

Distintos informes coinciden en reseñar el deterioro de la democracia a lo largo y ancho del mundo. América Latina es la región del mundo que reportó el mayor descenso en el Índice de Democracia 2021 de The Economist. Su encuesta anual, que califica el estado de la democracia en 167 países sobre la base de cinco medidas (proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política democrática y libertades civiles) encuentra que más de un tercio de la población mundial vive bajo un gobierno autoritario, mientras que solo el 6,4% disfruta de una democracia plena.

El autoritarismo viene dentro de un formato caracterizado generalmente por la emergencia de una figura mesiánica, que se comunica permanentemente y sin intermediarios con “su” pueblo, a través de un discurso que reinterpreta la historia y resignifica el lenguaje al mejor estilo orweliano y compra, vía el asistencialismo, la fidelidad política de la gente. Adicionalmente, polariza a la población (patriotas y antipatriotas, por ejemplo), constantemente esgrime la presencia de un enemigo externo como responsable de las calamidades nacionales, domestíca a las instituciones y diseña las leyes a su medida, a la vez que cuenta con el apoyo las fuerzas armadas y grupos paramilitares.

La política ha desaparecido en esta situación enmarañada a tal grado, que le viene bien la metáfora de un caballo desbocado. Tiene enfrente un muro que se levanta imposibilitando los necesarios acuerdos que hacen posible la convivencia dentro de cada sociedad y que hoy en día también muestra ribetes mundiales. En suma, los consensos cayeron en desuso, mientras los problemas continúan agravándose.

La posverdad y la vigilancia

Recuerdo haber leído hace unos cuantos años “El conocimiento inútil”, una obra de Jean Francois Revel, intelectual francés, varios de cuyos capítulos se vertebraban en torno a la idea de que “la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”, haciendo particular referencia a la política.

En este sentido, la descripción del sistema autoritario quedaría incompleta si se pasa por alto el término posverdad, como uno de sus elementos. Se trata de una expresión propia de la sociedad actual, permeada por la circulación permanente de información, en la que internet y las redes sociales aportan a los usuarios información que confirma lo que ya piensan o sienten, en detrimento de hechos contrastados y verificables, apelando más a las emociones que a la razón, a los prejuicios que a la objetividad, generando, así, decisiones basadas en creencias, y no en hechos reales Al final de cuentas, y en términos menos académicos, es una palabra que pone de manifiesto cómo se juega con la realidad, y se la desconoce, se la cambia, se la mutila o se la versiona para que no se parezca a ella misma. Así las cosas, se le ha dado otra energía a la mentira política, haciéndola más extendida y eficaz. Por otra parte, habrá que sumar el aumento de la vigilancia social, que se lleva a cabo a través de distintos dispositivos tecnológicos que violan la privacidad de las personas, a la vez elevan su capacidad para anticipar y modelar su conducta.

Dentro del saco autoritario caben figuras muy disímiles de la política mundial, no importa que se califiquen de izquierda o de derecha. Los emparenta la manera como llegan al poder, el tiempo que lo conservan y sobre todo la forma como lo ejercen, sin rayas amarillas que le fijen límites. Así pues, caben en el mismo saco Trump, Maduro, Orbán, Bolsonaro, Bukele, López Obrador y otros cuantos, quienes han convertido a la política en un chicle, maleable al punto de que, en Venezuela, por citar un ejemplo, se ha pasado del Socialismo del Siglo XXI al llamado Capitalismo de Bodegones, sin siquiera intentar una explicación que disimulara semejante salto cuántico.

La izquierda perezosa

Cabe esperar que desde los lados de la política, aparezca una alternativa que represente un cambio de paradigma. Hay actualmente numerosas iniciativas con esa orientación, ordenada en torno a la equidad y la libertad de los seres humanos. En otras palabras, alrededor de la articulación entre la justicia social y la democracia de cara a este nuevo mundo delineado por condiciones que, perdóneseme la reiteración, ponen de manifiesto una crisis en el modo como los terrícolas nos plantamos y organizamos para vivir en el planeta.

Uno piensa, como lo ha señalado en numerosas ocasiones la reconocida economista Marianna Mazzucato, que la izquierda debe reflexionar y repensarse con el propósito de convertirse en opción política, pero, advierte, “se ha vuelto perezosa”. Sin embargo, ella misma es un ejemplo de que están teniendo lugar esfuerzos importantes con el propósito de armar una alternativa política, a partir de las claves que rigen la actualidad.

El Nacional, miércoles 16 de febrero de 2022

 6 min


Anne Applebaum

Hay preguntas sobre el número de tropas, preguntas sobre la diplomacia. Hay preguntas sobre el ejército ucraniano, sus armas y sus soldados. Hay preguntas sobre Alemania y Francia: ¿Cómo reaccionarán? Hay preguntas sobre Estados Unidos y cómo ha llegado a ser un actor central en un conflicto que no ha creado. Pero de todas las preguntas que surgen repetidamente sobre una posible invasión rusa de Ucrania, la que obtiene respuestas menos satisfactorias es esta: ¿Por qué?

¿Por qué el presidente de Rusia, Vladimir Putin, atacaría a un país vecino que no lo ha provocado? ¿Por qué arriesgaría la sangre de sus propios soldados? ¿Por qué correría el riesgo de sanciones, y tal vez una crisis económica, como resultado? Y si él no está realmente dispuesto a arriesgar estas cosas, entonces ¿por qué está jugando este elaborado juego?

Para explicar por qué se requiere algo de historia, pero no la historia semi mitológica y falsamente medieval que Putin ha utilizado en el pasado para declarar que Ucrania no es un país, o que su existencia es un accidente, o que su sentido de nación no es real. Tampoco necesitamos saber mucho sobre la historia más reciente de Ucrania o sus 70 años como república soviética, aunque es cierto que los vínculos soviéticos del presidente ruso, sobre todo los años que pasó como oficial de la KGB, importan mucho. acuerdo. De hecho, muchas de sus tácticas —el uso de falsos “separatistas” respaldados por Rusia para llevar a cabo su guerra en el este de Ucrania, la creación de un gobierno títere en Crimea— son viejas tácticas de la KGB, familiares del pasado soviético. Las agrupaciones políticas falsas jugaron un papel en la dominación de Europa Central por parte de la KGB después de la Segunda Guerra Mundial;

El apego de Putin a la antigua URSS también importa de otra manera. Aunque a veces se le describe incorrectamente como un nacionalista ruso, en realidad es un nostálgico imperial. La Unión Soviética era un imperio de habla rusa y, a veces, parece soñar con recrear un imperio de habla rusa más pequeño dentro de las fronteras de la antigua Unión Soviética.

Pero la influencia más significativa en la visión del mundo de Putin no tiene nada que ver ni con su entrenamiento en la KGB ni con su deseo de reconstruir la URSS. Putin y la gente que lo rodea han sido moldeados mucho más profundamente, más bien, por su camino hacia el poder. Esa historia, que ha sido contada varias veces por las autoras Fiona Hill, Karen Dawisha y, más recientemente, Catherine Belton , comienza en la década de 1980. Los últimos años de esa década fueron, para muchos rusos, un momento de optimismo y entusiasmo. La política de glasnost —apertura— significaba que la gente decía la verdad por primera vez en décadas. Muchos sintieron la posibilidad real de cambio, y pensaron que podría ser un cambio para mejor.

Putin se perdió ese momento de euforia. En cambio, fue destinado a la oficina de la KGB en Dresden, Alemania Oriental, donde soportó la caída del Muro de Berlín en 1989 como una tragedia personal. Mientras las pantallas de televisión de todo el mundo transmitían a todo volumen la noticia del fin de la Guerra Fría, Putin y sus camaradas de la KGB en el condenado estado satélite soviético quemaban frenéticamente todos sus archivos, hacían llamadas a Moscú que nunca respondían, temiendo por sus vidas y sus carreras. Para los agentes de la KGB, este no fue un momento de regocijo, sino más bien una lección sobre la naturaleza de los movimientos callejeros y el poder de la retórica: retórica democrática, retórica antiautoritaria, retórica antitotalitaria. Putin, al igual que su modelo a seguir Yuri Andropov, que fue embajador soviético en Hungría durante la revolución de 1956, concluyó a partir de ese período que la espontaneidad es peligrosa. La protesta es peligrosa. Hablar de democracia y cambio político es peligroso. Para evitar que se propaguen, los gobernantes de Rusia deben mantener un control cuidadoso sobre la vida de la nación. Los mercados no pueden ser genuinamente abiertos; las elecciones no pueden ser impredecibles; la disidencia debe ser cuidadosamente “gestionada” a través de la presión legal, la propaganda pública y, si es necesario, la violencia dirigida.

Pero aunque Putin se perdió la euforia de los años 80, ciertamente participó plenamente en la orgía de la codicia que se apoderó de Rusia en los años 90. Después de superar el trauma del Muro de Berlín, Putin regresó a la Unión Soviética y se unió a sus antiguos colegas en un saqueo masivo del estado soviético. Con la ayuda del crimen organizado ruso, así como de la amoral industria internacional de lavado de dinero en el extranjero, algunos miembros de la antigua nomenklatura soviética robaron activos, sacaron el dinero del país, lo escondieron en el extranjero y luego lo devolvieron y lo usaron. para comprar más activos. Riqueza acumulada; siguió una lucha de poder. Algunos de los oligarcas originales terminaron en prisión o en el exilio. Eventualmente, Putin terminó como el principal multimillonario entre todos los demás multimillonarios, o al menos el que controla la policía secreta.

Esta posición hace que Putin sea simultáneamente muy fuerte y muy débil, una paradoja que a muchos estadounidenses y europeos les cuesta entender. Es fuerte, por supuesto, porque controla muchas palancas de la sociedad y la economía de Rusia. Trate de imaginar un presidente estadounidense que controlara no solo el poder ejecutivo, incluidos el FBI, la CIA y la NSA, sino también el Congreso y el poder judicial; The New York Times , The Wall Street Journal , The Dallas Morning News y todos los demás periódicos; y todas las empresas importantes, incluidas Exxon, Apple, Google y General Motors.

El control de Putin viene sin límites legales. Él y las personas que lo rodean operan sin controles y equilibrios, sin reglas de ética, sin transparencia de ningún tipo. Determinan quién puede ser candidato en las elecciones y quién puede hablar en público. Pueden tomar decisiones de la noche a la mañana —enviar tropas a la frontera con Ucrania, por ejemplo— sin consultar a nadie ni recibir consejo. Cuando Putin contempla una invasión, no tiene que considerar el interés de las empresas o los consumidores rusos que podrían sufrir sanciones económicas. No tiene que tener en cuenta a las familias de los soldados rusos que podrían morir en un conflicto que no quieren. No tienen elección, ni voz.

Y, sin embargo, al mismo tiempo, la posición de Putin es extremadamente precaria. A pesar de todo ese poder y todo ese dinero, a pesar del control total sobre el espacio de la información y el dominio total del espacio político, Putin debe saber, en algún nivel, que es un líder ilegítimo. Nunca ha ganado unas elecciones justas y nunca ha hecho campaña en una contienda en la que podría perder. Sabe que el sistema político que ayudó a crear es profundamente injusto, que su régimen no solo gobierna el país sino que lo posee, tomando decisiones económicas y de política exterior diseñadas para beneficiar a las empresas de las que él y su círculo íntimo se benefician personalmente. Sabe que las instituciones del estado existen no para servir al pueblo ruso, sino para robarles. Sabe que este sistema funciona muy bien para unos pocos ricos, pero muy mal para todos los demás. Él lo sabe.

La conciencia de Putin de que su legitimidad es dudosa ha estado en exhibición pública desde 2011, poco después de su “reelección” amañada para un tercer mandato constitucionalmente dudoso. En ese momento, grandes multitudes aparecieron no solo en Moscú y San Petersburgo, sino también en varias docenas de otras ciudades, para protestar contra el fraude electoral y la corrupción de las élites. Los manifestantes se burlaron del Kremlin como un régimen de «ladrones y ladrones», un eslogan popularizado por el activista por la democracia Alexei Navalny; más tarde, el régimen de Putin envenenaría a Navalny, casi matándolo. El disidente está ahora en una cárcel rusa. Pero Putin no solo estaba enojado con Navalny. También culpó a Estados Unidos, Occidente, los extranjeros que intentan destruir Rusia. Dijo que la administración Obama había organizado a los manifestantes; La Secretaria de Estado Hillary Clinton, de todas las personas, había “dado la señal” para iniciar las protestas. Había ganado las elecciones, declaró con gran pasión, con lágrimas en los ojos, a pesar de las “provocaciones políticas que persiguen el único objetivo de socavar el estado de Rusia y usurpar el poder”.

En su mente, en otras palabras, no estaba simplemente luchando contra los manifestantes rusos; estaba luchando contra las democracias del mundo, en connivencia con los enemigos del estado. No importa si realmente creía que las multitudes en Moscú estaban literalmente recibiendo órdenes de Hillary Clinton. Ciertamente entendió el poder del lenguaje democrático, de las ideas que hicieron que los rusos quisieran un sistema político justo, no una cleptocracia controlada por Putin y su pandilla, y sabía de dónde venían. Durante la década siguiente, llevaría la lucha contra la democracia a Alemania, Francia, Italia y España, donde apoyaría a grupos y movimientos extremistas con la esperanza de socavar la democracia europea. Los medios controlados por el estado ruso apoyarían la campaña por el Brexit, con el argumento de que debilitaría la solidaridad democrática occidental, que es la que tienen. Los oligarcas rusos invertirían en industrias clave en toda Europa y en todo el mundo con el objetivo de ganar tracción política, especialmente en países más pequeños como Hungría y Serbia. Y, por supuesto, los especialistas rusos en desinformación intervendrían en las elecciones estadounidenses de 2016.

Todo lo cual es una forma indirecta de explicar la extraordinaria importancia de Ucrania para Putin. Por supuesto, Ucrania importa como símbolo del imperio soviético perdido. Ucrania era la segunda república soviética más poblada y rica, y la que tenía los vínculos culturales más profundos con Rusia. Pero la Ucrania postsoviética moderna también es importante porque ha intentado —luchado, en realidad— unirse al mundo de las democracias occidentales prósperas. Ucrania ha protagonizado no una, sino dos revoluciones a favor de la democracia, contra la oligarquía y contra la corrupción en las últimas dos décadas. El más reciente, en 2014, fue particularmente aterrador para el Kremlin. Los jóvenes ucranianos coreaban consignas anticorrupción, al igual que lo hace la oposición rusa, y ondeaban banderas de la Unión Europea. Estos manifestantes se inspiraron en los mismos ideales que Putin odia en casa y busca derrocar en el extranjero. Imágenes de su palacio, completo con grifos de oro, fuentes y estatuas en el patio, exactamente el tipo de palacio que habita Putin en Rusia. De hecho, sabemos que habita un palacio así porque uno de los vídeos producidos por Navalny ya nos ha mostrado imágenes de él, junto con su pista privada de hockey sobre hielo y su bar de narguile.

La posterior invasión de Crimea por parte de Putin castigó a los ucranianos por tratar de escapar del sistema cleptocrático en el que él quería que vivieran, y mostró a los propios súbditos de Putin que ellos también pagarían un alto costo por la revolución democrática. La invasión también violó las reglas y tratados escritos y no escritos en Europa, lo que demuestra el desprecio de Putin por el statu quo occidental. Después de ese “éxito”, Putin lanzó un ataque mucho más amplio: una serie de intentos de golpe de estado en Odessa, Kharkiv y varias otras ciudades con mayoría de habla rusa. Esta vez, la estrategia fracasó, sobre todo porque Putin malinterpretó profundamente a Ucrania, imaginando que los ucranianos de habla rusa compartirían su nostalgia imperial soviética. Ellos no. Solo en Donetsk, una ciudad en el este de Ucrania donde Putin pudo mover tropas y equipo pesado desde el otro lado de la frontera, tuvo éxito un golpe local. Pero incluso allí no creó una Ucrania «alternativa» atractiva. En cambio, Donbas, la región minera del carbón que rodea a Donetsk, sigue siendo una zona de caos y anarquía.

Hay un largo camino desde el Donbas hasta Francia o los Países Bajos, donde los políticos de extrema derecha merodean por el Parlamento Europeo y toman dinero ruso para ir en «misiones de investigación» a Crimea. Es un camino aún más largo hasta las pequeñas ciudades estadounidenses donde, en 2016, los votantes hicieron clic con entusiasmo en las publicaciones pro-Trump de Facebook escritas en San Petersburgo. Pero todos son parte de la misma historia: son la respuesta ideológica al trauma que experimentaron Putin y su generación de oficiales de la KGB en 1989. En lugar de democracia, promueven la autocracia; en lugar de unidad, tratan constantemente de crear división; en lugar de sociedades abiertas, promueven la xenofobia. En lugar de dejar que la gente espere algo mejor, promueven el nihilismo y el cinismo.

Putin se está preparando para invadir Ucrania nuevamente, o pretende invadir Ucrania nuevamente, por la misma razón. Quiere desestabilizar Ucrania, asustar a Ucrania. Quiere que la democracia ucraniana fracase. Quiere que la economía ucraniana se derrumbe. Quiere que los inversores extranjeros huyan. Quiere que sus vecinos —en Bielorrusia, Kazajistán, incluso Polonia y Hungría— duden de que la democracia sea viable alguna vez, a largo plazo, también en sus países. Más allá, quiere ejercer tanta presión sobre las instituciones occidentales y democráticas, especialmente la Unión Europea y la OTAN, que se desmoronan. Quiere mantener a los dictadores en el poder donde sea que pueda, en Siria, Venezuela e Irán. Quiere socavar a Estados Unidos, reducir la influencia estadounidense, eliminar el poder de la retórica de la democracia que tanta gente en su parte del mundo todavía asocia con Estados Unidos.

Estos son grandes objetivos, y es posible que no sean alcanzables. Pero la amada Unión Soviética de Putin también tenía metas grandes e inalcanzables. Lenin, Stalin y sus sucesores querían crear una revolución internacional, para subyugar al mundo entero a la dictadura soviética del proletariado. Al final, fallaron, pero hicieron mucho daño mientras lo intentaban. Putin también fracasará, pero él también puede hacer mucho daño mientras lo intenta. Y no solo en Ucrania. (The Atlantic)

Anne Applebaum es redactora de The Atlantic , miembro del SNF Agora Institute de la Universidad Johns Hopkins y autora de Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarism.

14 de febrero 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/02/anne-applebaum-putin-razones-pa...

 11 min


Eddie A. Ramírez S.

La historia narra muchos saqueos cometidos a la población por soldados vencedores en contiendas contra diferentes tribus o nacionalidades. Excepcionalmente, los soldados saqueaban a su misma gente. Quizá el caso más cercano fue el practicado por los nazis a los judíos alemanes. Los dictadores son conocidos por sus saqueos a los bienes del Estado, bien sea por apropiación directa o a través de comisiones exigidas a contratistas. Un hecho menos frecuente es el saqueo a sus ciudadanos y a los recursos de su país, tal como en el caso de Chávez-Maduro.

Saquearon a la población: La dictadura de Chávez-Maduro ha saqueado a los ciudadanos al robarles las condiciones para permanecer en Venezuela, obligándolos a emigrar con riesgo de ser asesinados en el camino, como ocurrió con el bebé vilmente abatido por guardacostas trinitarios, y otros en su peregrinar hacia el sur. También, al no tomar medidas para controlar la inflación y prestar servicios médicos, por lo que los trabajadores y jubilados están pasando hambre o mueren por falta de asistencia médica.

Saquearon a los propietarios: Han saqueado la propiedad privada con decretos de expropiación sin compensación, lo cual es un simple robo, como dijo María Corina. Hay dos casos importantes y emblemáticos en los que la dictadura robó a los propietarios y a todos los venezolanos. El robo de las instalaciones y equipos de Radio Caracas Televisión, en el 2007, y el reciente de El Nacional, fue una importante pérdida patrimonial para sus propietarios y, además, les robó a los ciudadanos el derecho a la información. Estos dos valientes medios de comunicación eran intolerables para la dictadura. Afortunadamente, sus dueños no han claudicado.

El régimen utiliza contra otros medios de comunicación mecanismos menos evidentes que el saqueo. Uno de ellos es no renovar los derechos de concesión, que ha aplicado a muchas emisoras de radio. Otros son presionar para que el sector privado no les coloque propaganda, no suministrar papel a los medios escritos, bloquear el acceso a medios digitales como Runrunes y Noticiero Digital y comprar periódicos y emisoras a través de testaferros que se comprometen a censurar las informaciones que no benefician al régimen y a divulgar sus mentiras.

Saquearon a los trabajadores petroleros y a empleados públicos: El régimen saqueo las prestaciones, fondo de ahorros, fondo de vivienda y derecho a la jubilación de los trabajadores despedidos ilegalmente de Pdvsa y de otras empresas u organismos del Estado.

Saquearon los recursos naturales renovables: Al régimen no le importa el futuro de las nuevas generaciones. Por eso permite una explotación irracional de minerales, que destruye nuestros bosques y contamina los cursos de agua. También le tiene sin cuidado los derrames de petróleo que afectan negativamente el Lago de Maracaibo, cursos de agua, morichales y otro tipo de ecosistema. Promueve la destrucción de nuestros Parques Nacionales, como Morrocoy, Los Roques y Canaima. Esto último con el abuso de malos ciudadanos que se aprovechan de nuestros recursos teóricamente renovables, pero en la práctica difíciles de renovar. El grotesco espectáculo de sifrinos enchufados, en la cima de un tepuy es un caso típico de pérdida de principios y valores, y la excusa de Osmel Sousa es un monumento a la idiotez. Gracias a Soledad Morillo Belloso y a Carolina Jaimes Branger por ponerlos en su sitio en excelentes artículos. También nuestro reconocimiento a la joven Karen Brewer por su constante labor conservacionista, así como a otras ONG.

Saquearon los recursos naturales no renovables: Como es de conocimiento general, el saqueo del oro, diamantes y otros minerales preciosos está en mano de bandas, algunas encompinchadas con personas del régimen. El oro que se extrae no es depositado en el Banco Central, sino que va al exterior ilegalmente. Pdvsa fue saqueada y se siguen llevando motores y cuanto hierro encuentran para venderlo como chatarra. La producción de petróleo, según el Boletín de febrero de la OPEP es de solo 668.000 barriles por día, y la cifra que el régimen informa a esa organización es de 755.000 barriles por día. Es decir que, como habían dicho los expertos, muy lejos del millón de barriles por día anunciado por el usurpador mentiroso.

Saquearon los recursos humanos: El régimen impide trabajar en dependencias del Estado a quienes identifica como opositores y establece salarios de hambre para médicos, enfermeras, docentes y de otras profesiones. Eso los obliga a irse al exterior, con lo que el país pierde valiosos recursos.

Saquearon los principios y valores: El mal comportamiento de quienes están en el poder erosionó, aún más, los ya frágiles principios y valores de nuestra sociedad.

Saquearon nuestros símbolos patrios y permitieron que fuerzas irregulares extranjeras y el narcotráfico se apropiaran de gran parte de nuestro territorio.

Detener los saqueos. El régimen venezolano saquea el presente y el futuro. Lo realiza con la colaboración de jueces alcahuetas y la complicidad de la Fuerza Armada que tolera esas violaciones a la Constitución. Detener los saqueos es trabajo de todos. La dirigencia opositora debe entender que solo con un frente común se puede ejercer presión suficiente para que el régimen acepte realizar una elección adelantada y transparente o para que Maduro renuncie. Si algunos dirigentes de la oposición no lo entienden es porque no les importan los saqueos o porque participan de los mismos.

Como (había) en botica:

Lamentamos el fallecimiento de Eduardo Colmenares Finol, un gran venezolano y un caballero, al igual que sus hermanos Guillermo y Enrique. También, de Oscar Estrada Diaz, compañero de Gente del Petróleo y de Unapetrol.

¡No más prisioneros políticos, ni exiliados!

eddiearamirez@hotmail.com

 4 min


​José E. Rodríguez Rojas

El triunfo de Gabriel Boric en Chile ha desatado una gran euforia en la izquierda a nivel global y en buena parte de la sociedad chilena. Los inversionistas y algunos economistas no comparten la misma euforia, lo cual se reflejó en la caída de la bolsa de valores. Boric ha moderado su posición, pero para algunos economistas, como Sebastián Edwards su elección, aunada a la constituyente, forman un coctel explosivo que agudizará el declive de Chile.

En Chile, después de la dictadura de Pinochet, tendió a privar un consenso que sirvió de base a la sociedad democrática que se desarrolló después de la dictadura. Ese consenso fue impulsado por los llamados partidos de la concertación, lo que traducía el predominio de un centro político, que a veces giraba hacia la derecha y otras a la izquierda, pero siempre desplazándose alrededor del centro, evitando los radicalismos. Bachelet y el Partido Socialista son un buen ejemplo de ello. Bachelet tenía razones para comportarse como una líder buscadora de venganza por lo que le hicieron a su padre, pero en su lugar utilizó su liderazgo para la búsqueda de consenso y el desplazamiento de su organización hacia la moderación y el centro político.

Sin embargo este escenario con el tiempo se agotó y la sociedad chilena evolucionó hacia una aguda polarización donde predominaron las posiciones extremistas. Ello sucedió en las últimas elecciones donde los electores debieron escoger entre dos extremos. Por un lado Kast un extremista de derecha, enemigo del feminismo y de las conquistas de las mujeres y simpatizante de Pinochet y su gestión. Por otro lado Boric, un extremista de izquierda, quien en los inicios de la campaña cuestionó la posición de los partidos de la concertación utilizando todos los calificativos a su alcance para despotricar de ellos. Al final Boric debió moderar su discurso y sus cuestionamientos a los partidos de la concertación, a fin de obtener su apoyo, lo que le condujo, ayudado por el extremismo de Kast a obtener la victoria en la segunda vuelta.

Sin embargo el triunfo de Boric si bien fue muy claro tuvo un efecto colateral negativo en los sectores económicos y los inversionistas, acentuando la desconfianza de los mismos, debido a que temen que su moderación sea una estratagema para ganar las elecciones. Les preocupa que una vez en el gobierno él y sus aliados como el Partido Comunista retomen sus banderas radicales originales. Estos temores se reflejaron en la caída de la bolsa de valores al conocerse los resultados de la elección. La presidenta del senado consiente de esta situación señaló, después de la elección, que Boric debía enviar una señal a los mercados que calmara los mismos. Ante estas presiones Boric decidió seleccionar un gabinete integrado por independientes y miembros del partido socialista de Bachelet, en otras palabras un gabinete de tendencia socialdemócrata.

Sin embargo para algunos economistas como Sebastián Edwards el daño está hecho y es poco lo que se puede hacer para repararlo. Edwards es un reputado economista chileno, fue economista jefe del Banco Mundial y es profesor de una prestigiosa universidad del estado de California, es además autor de más de 200 artículos científicos en revistas especializadas. Según Edwards Chile enfrenta un coctel explosivo, por un lado una constituyente integrada en una elevada proporción por extremistas que aprobarán una constitución que no logrará satisfacer las expectativas que ha creado y un inexperto presidente cuyos asesores le aconsejan políticas que ya fueron planteadas y ejecutadas durante la segunda mitad del siglo XX. Son políticas añejas. Los asesores de Boric no lo saben porque no estudian, no conocen la historia económica.

Según Edwards Chile perdió el rumbo hace tiempo, desde hace unos diez años es un país en declive, que ya fue superado por Panamá. La constituyente y la presidencia de Boric es probable que agudicen el declive y en una generación ubiquen al país austral en la tabla de posiciones entre Costa Rica y Ecuador.

Profesor UCV

 3 min


Elías Pino Iturrieta

El chavismo la ha emprendido contra los logros sociales más importantes de nuestra historia contemporánea, como el derecho a la salud y el respeto de la vida, los fueros sindicales, la libertad de expresión y de imprenta, las prerrogativas del libre tránsito, la protección de la educación en todas sus escalas. Entonces, ¿por qué los venezolanos estamos ante una ceguera y una superficialidad? Son testimonios de la desesperación que arropa a la sociedad cuando no encuentra la salida de su calvario. Son reacciones rudimentarias y mecánicas ante un régimen oprobioso que jamás ha sido lo que ha dicho que es.

Como respuesta frente a las atrocidades del chavismo, y ante la ignorancia proverbial del madurismo, Venezuela se ha convertido en una especie de edén para el crecimiento de las posiciones más retardatarias o reaccionarias de su historia. Ha sido de tal magnitud el daño causado a la sociedad desde el ascenso del “comandante eterno”, profundizado por su sucesor, que la respuesta natural ha sido la de situarse en la orilla contraria sin advertir matices, ni ofrecer contestaciones razonables. Si el chavismo representa a la izquierda, la inmensa mayoría de sus adversarios no solo se empeña en ser la encarnación de la derecha, sino también en ufanarse de batallar en la defensa de una fortaleza anacrónica que merece el tributo de las posiciones heroicas. Estamos ante una ceguera y una superficialidad que, mientras alguien les mete el diente con la pausa correspondiente, merecen el comentario que ahora se intentará.

Y el comentario comienza por negar con la mayor rotundidad que el chavismo tenga vínculos con la izquierda, o con los movimientos reconocidos como socialistas desde el siglo XIX en Europa y América. A menos que se pueda admitir, aun en medio de fundadas dudas, que pueda crecer el árbol del socialismo en la jerigonza de un teniente coronel que mezcló el pensamiento de un opulento blanco criollo de su época, llamado Simón Bolívar, con unas frases sueltas del inquieto profesor Simón Rodríguez y con las ideas que jamás tuvo en la cabeza un caudillo de nombre Ezequiel Zamora. O, para mayor curiosidad, con su admiración por un sujeto mediocre como Marcos Pérez Jiménez, con su debilidad obsecuente por el personalismo de Fidel Castro y, para perfeccionar el disparate, con su fe en las virtudes redentoras de un ejército que desde los tiempos de su fundación, en el período gomecista, no ha sido precisamente un baluarte de la justicia social.

Los movimientos socialistas han sido el resultado de muchas horas de estudio y sacrificio que conducen a la fundación de una doctrina que no permanece estacionada en el lapso de su fundación, sino que evoluciona de acuerdo con las solicitudes de cada tiempo, hasta penetrar las esferas y los poderes a los cuales se enfrenta al principio. En consecuencia, ¿cómo se puede pensar sin llegar a los extremos de la ingenuidad, o de la memez, que puede existir un mínimo barrunto de socialismo en las propuestas de un individuo que nunca tuvo tiempo para calentar un pupitre, ni vocación para una mínima disciplina intelectual?

Pero, mirando hacia los hechos concretos, es evidente, por si fueran pocos los desbarros de su fuente, que el chavismo la ha emprendido contra los logros sociales más importantes de nuestra historia contemporánea, como el derecho a la salud y el respeto de la vida, los fueros sindicales, la libertad de expresión y de imprenta, las prerrogativas del libre tránsito, la protección de la educación en todas sus escalas y la obligación de crear y promover salarios justos. Productos de los gobiernos habitualmente calificados de progresistas, resultados de una lucha constante y dura contra los poderes establecidos, frutos de brillantes estudios de los políticos y de los intelectuales más atrevidos desde el fundacional siglo XIX, que llega a su cúspide en el siglo XX; batallas de los humildes contra los poderosos, han sido vapuleados y negados por un régimen que se presenta sin sonrojo como socialista, y que invita a engrosar las de la reacción únicamente para que se sepa que no se comparte ese tipo tan fraudulento de “revolución”.

Debe agregarse a una crítica realmente sencilla, accesible a cualquier tipo de entendimiento, un des le de hechos palmarios como la conducta retardataria del chavismo ante asuntos cruciales de la actualidad, como el respeto de las prerrogativas de los homosexuales, la reivindicación de los derechos de la mujer y las alternativas del aborto y la eutanasia según la sensibilidad de los individuos que las reclaman. Son asuntos desterrados de la retórica roja-rojita, de los clichés izquierdosos que no pasan de la estupidez del lenguaje inclusivo en el cual se han hecho maestros gramaticalmente dignos de atención, aunque no de imitación. Antifaz para cavernarios, disfraz de godos como los peores godos del pasado venezolano, prosiguen una estentórea promoción de izquierdismo que, curiosamente, conduce a que buena parte de la sociedad, en especial la que opina en público y mueve las redes sociales, se con ese orgullosamente como de derechas, es decir, como antagonista del cambio social.

El tema es de interés esencial debido a que, como reacción frente a la pretendida izquierda del chavismo, han orecido en Venezuela legiones y legiones de un tipo de individuos como los que en Chile llaman momios, que jamás multiplicarán el orgullo del gentilicio ni abrirán senderos para el progreso moral y material del país. Sabrán los lectores que no exagero cuando veri quen que tal vez sea nuestra comarca, afuera de los Estados Unidos, la que más trumpistas combativos tenga, esto es, el mayor número de seguidores de un individuo que, a escala universal, ha sido la negación del civismo, de la democracia, la tolerancia y la verdad en la última década. O cuando constaten la existencia de una muchedumbre de ardientes predicadores que ven a Joe Biden y al Papa Francisco como portavoces del comunismo internacional. Pero también a la “trotkista” Kamala Harris, por supuesto.

O -esto produce en mi caso vergüenza particular- cuando se siente entre nosotros el entusiasmo que provoca el partido español VOX, engendro de la falange franquista y aliado de los fachos franceses de Marine Le Pen. Un caso especialmente digno de análisis, porque no solo multiplica las ovaciones de la gente de a pie que lo aprecia como una posibilidad para el arreglo de nuestros entuertos, sino también de célebres guras criollísimas de la política y los negocios que ahora pululan en Madrid y a quienes solo les falta cantar “Cara al sol” bajo la batuta de Santiago Abascal. El último testimonio de estas derechas deplorables que aquí se han multiplicado se encuentra en el ataque feroz contra Gabriel Boric, el próximo inquilino del Palacio de la Moneda, a quien ya atribuyen las peores atrocidades porque milita en las izquierdas cuando ni siquiera ha tomado posesión de su cargo.

Y así sucesivamente. Son retrocesos que se deben analizar con mayor ponderación, seguramente con más profundidad que la exigida habitualmente a un artículo de prensa. Son atribuciones o analogías sin plataforma sólida. Son reacciones rudimentarias y mecánicas ante un régimen oprobioso que jamás ha sido lo que ha dicho que es. Son testimonios de la desesperación que arropa a la sociedad cuando no encuentra la salida de su calvario. En especial, y he aquí lo más preocupante, son negaciones fulminantes de las conquistas de la sociedad a través de su historia, sobre las cuales debería detenerse la dirigencia de oposición que no advierte la magnitud del problema, o que lo deja pasar para no nadar contra la corriente. A lo mejor se hace la pendeja cuando los tuiteros más irracionales empiecen a asegurar que León XIII era bolchevique.

13 de febrero 2022

https://www.lagranaldea.com/2022/02/13/venezuela-el-paraiso-de-la-derecha/

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