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Elsa Cardozo

Más que cambio climático

Elsa Cardozo

Toma aérea de La Española, partida entre depredación y vegetación, entre Haití y República Dominicana

Hace no tantas décadas escuché una ponencia que distinguía entre desastres naturales y no tan naturales, en gruesa distinción entre eventos catastróficos en la naturaleza sin conexión con actividades humanas o daños a personas y, por otra parte, los vinculados al uso y abuso de la naturaleza por seres humanos o que, en todo caso, cobraban su cuota en vidas y daños a bienes y actividades de personas. Esto reflejaba en buena medida el modo como tendían a ser vistos estos temas, con acento en la irresponsabilidad de otros y sin la debida ponderación de los efectos y responsabilidades globales.

Ya entonces se había producido la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano (Estocolmo, 1972). Luego vendría, con participación de organizaciones no gubernamentales, la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo (Río de Janeiro, 1992). A esas reuniones se fueron sumando los trabajos de comisiones permanentes y la creación del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Siguieron luego las conferencias de Desarrollo Sostenible (Johanesburgo, 2002; Río de Janeiro 2012 y Nueva York, 2015) y las de Cambio Climático (Conferencias entre las Partes o COP), reunida por vigésima sexta vez, del 1 al 12 de noviembre, en Glasgow. En ese trayecto, la cuestión ambiental se fue comprendiendo de modo cada vez más amplio, integrada a la calidad de vida, el desarrollo sostenible y la seguridad global. Desde 2000 el compromiso de garantizar la calidad del medio ambiente, uno de los Objetivos del Milenio, fue haciéndose más transversal. Hoy no cuesta vincularlo a los objetivos de erradicación de la pobreza, combate de epidemias, mejoras en salud y en el alcance de la educación.

Hace tiempo que el asunto es ineludiblemente global. No son exagerados los diagnósticos y señales de alarma a los que se van añadiendo aspectos más allá del tema del cambio climático. Este es la consecuencia más amplia y sensible entre las muchas dimensiones del desafío ambiental tales como pérdida de biodiversidad, contaminación, deforestación y desertificación, entre otras. Pero, además, la degradación ambiental ya no puede estudiarse solo desde la ecología: está asociada y se agrava con la erosión del Estado de Derecho, el irrespeto a las obligaciones internacionales, la corrupción y el menosprecio por los derechos humanos.

Como muy cruda ilustración, para no ir muy lejos, casi basta pensar en la fotografía aérea de La Española, partida entre depredación y vegetación, entre Haití y República Dominicana. Imagen parcial pero reveladora de los impactos de inundaciones y sequías, destrucción y consecuencias de terremotos y huracanes mucho mayores y duraderos en el país más depredado y pobre de la isla y el continente. Allí se ha desarrollado un círculo vicioso, más bien perverso, de degradación ambiental, vulnerabilidad ante epidemias, corrupción, empobrecimiento, anomia, pérdida de estado, dispersión del poder y empoderamiento de bandas criminales, migración forzada en condiciones de precariedad extremas a la vez que obstrucción-corrupción de canales para la cooperación internacional en materia ambiental o en cualquiera de las muchas otras en la que es indispensable.

Sin llegar a tanto, no cabe duda de que entre los problemas que acumulan los países centroamericanos del llamado Triángulo Norte se conjugan en su propia escala varias de las categorías anotadas para Haití. Inundaciones y sequías, olas de calor, erupciones volcánicas, deslizamientos de tierra y huracanes se producen en una región seriamente afectada por la “narcodeforestación”, debilidades institucionales que reducen la capacidad estatal para responder a la violencia y la criminalidad, el empobrecimiento y la corrupción que obligan a muchos nacionales a migrar.

En otras coordenadas se ubica el tema de la deforestación de la Amazonía, que representa más de la mitad de las selvas tropicales del mundo y es la más grande entre ellas. En Brasil, con más de 60% de control sobre esa selva, se aceleró significativamente la deforestación bajo el gobierno de Jair Bolsonaro. El año pasado alcanzó la cifra más alta en 12 años, relacionada con el irrespeto a normas, desentendimiento de compromisos internacionales, corrupción y tráfico ilícito de madera. En países vecinos –Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia– ha aumentado la deforestación de la selva para el desarrollo de actividades económicas agrícolas y mineras, pero también producción de coca y de rutas para tráfico de sustancias ilícitas así como madera, minerales y personas, todo ello con presencia de grupos irregulares que violentan a comunidades indígenas allí establecidas y alientan su desplazamiento.

Y Venezuela, ay, Venezuela. El país que en 1972 se hizo parte del compromiso con la agenda medioambiental mundial en Estocolmo, creó cuatro años después el Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales Renovables y adoptó un marco legal e iniciativas de calado para protección del medio ambiente. Este despacho, de especial importancia en un país petrolero y crónicamente necesitado de políticas de desarrollo sostenible, fue ocupado inicialmente por el doctor Arnoldo José Gabaldón. A dos décadas de haber dejado su cargo ya advertía que si Venezuela no lograba compaginar lo petrolero con el desarrollo sostenible iba a “tener en el futuro un ingreso percapita mucho mayor que el actual, pero con unas condiciones de vida insoportables”. Y el futuro ha resultado mucho peor: con un sector petrolero disminuido y cada vez más contaminante, manejado con ineficiencia y opacidad que lo han arruinado; sin una economía no petrolera eficiente y sustentable; con una sociedad empobrecida y con emigración sin precedente en nuestra historia. Entre los casos que mejor reflejan el calamitoso estado del país, se encuentra el del ecocidio, la violencia, las enfermedades, la corrupción, el tráfico de minerales, la criminalidad y la presencia de grupos irregulares en el arco minero. Es este el primero en una larga lista de problemas que recogen informes centrados en el tema medioambiental, como los de la asociación civil Vitalis (desde 2000), que suma en los casos más graves la mala gestión de desechos, la baja calidad y disponibilidad de agua, la deforestación y la contaminación petrolera.

Desde la perspectiva de los derechos humanos, Provea presenta un cuadro fundamental para vincular la degradación ambiental a la pérdida de Estado de Derecho. Su informe se detiene en la entrega de recursos forestales al control militar –con todo lo que ha implicado en represión, opacidad, corrupción y complicidad con grupos irregulares y actividades ilícitas– y en el abandono gubernamental de sus obligaciones de servicio de agua y saneamiento. Manteniendo el mismo énfasis, trata el caso del Arco Minero con amplia referencia al Informe de la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Allí se describe en detalle la relación entre la degradación ambiental y la pérdida de condiciones de vida dignas.

Estos trazos gruesos apenas ilustran lo complejo del desafío de frenar el cambio climático, especialmente en cuanto a los obstáculos que tienden los gobiernos irrespetuosos del Estado de Derecho y, consecuentemente, de los derechos de sus propios nacionales, mientras que facilitan oportunidades a toda suerte de actividades depredadoras.

elsacardozo@gmail.com

Alertar y alentar

Elsa Cardozo

No es difícil responder la pregunta sobre lo que noticias recientes destacan como rasgo común a Bielorrusia, Nicaragua y Venezuela: tres ilustraciones de diversa historia en una lista cada vez más larga de regímenes autoritarios.

El repertorio autoritario exhibe en estos días un acto tan aparatoso como el del secuestro del avión de pasajeros en su ruta entre Grecia y Lituania, poco antes de aterrizar, con la falsa alarma de una bomba y escoltado por un avión de guerra. Todo para apresar a Roman Protasevich, uno entre decenas de periodistas exiliados, que ayudó a través de un canal de información en la movilización de las protestas contra el fraude en las elecciones presidenciales que dieron como ganador a Lukashenko.

El llamado último dictador de Europa está en el poder desde 1994 ejerciéndolo como si aún gobernase la República Socialista Soviética de Bielorrusia. No es propiamente un autoritarismo del siglo XXI, pero ilustra muy bien las tendencias extremas y márgenes para la violación de normas jurídicas y de derechos que va extendiéndose en el mundo. Ejemplifica también la deliberada provocación del régimen arbitrario que vuelve a sentirse apoyado por Rusia y el mensaje de amedrentamiento que alcanza también a los numerosos opositores en el exilio. No es entonces solamente un asunto de libertad de expresión y prensa, sino de disposición a transgredir normas y protocolos, controlar la información y compensar con gestos de poder la pérdida de legitimidad. Esta quedó evidenciada en un grotesco fraude electoral y en las movilizaciones sin precedentes que lo antecedieron y siguieron, entre mayo de 2020 y febrero de este año.

Esas piezas que son propias (aunque no del todo exclusivas) de regímenes autoritarios se hacen más visibles y pesadas cuando, a falta de eficacia y legitimidad gubernamental, hay necesidad de mayor control político y social. En el vecindario latinoamericano hay muchos ejemplos: desde el ataque verbal a medios cuyo tratamiento de noticias o línea editorial molesta al gobierno hasta la represión extrema y la judicialización de las presiones políticas. En medio, hay un enorme abanico de instrumentos de restricción y presión.

En este lado del mundo Nicaragua es un caso muy visible, en el que la ofensiva contra la libertad de expresión fue aumentando de escala desde la reelección de Ortega en 2011, en torno a la de 2016 y con nuevo impulso desde las manifestaciones de protesta que se iniciaron en abril de 2018. Ahora, a medida que se acercan las elecciones generales de noviembre sin signo alguno de integridad, la represión se va haciendo más severa. Acallar debates y voces críticas, impedir la difusión de noticias e imágenes sobre protestas, cerrar el camino a candidaturas opositoras, legislar para establecer delitos de odio y delitos cibernéticos. Todo esto y más ocurre dentro del conjunto de un repertorio mayor de medidas contra medios de comunicación independientes y periodistas sometidos a toda clase de presiones, restricciones materiales, exclusión de fuentes y ruedas de prensa gubernamentales, medidas judiciales y allanamiento de medios.

Este repertorio es bien conocido en Venezuela donde, igualmente, en la medida que el gobierno se alejó del desempeño democrático fue escalando en la ofensiva verbal, material, de acoso económico, judicial y de fuerza contra los medios independientes y los periodistas. Radio Caracas Televisión fue un hito inicial alarmante y movilizador en 2007. Le siguieron otros asedios en paralelo a la construcción de la hegemonía comunicacional. En contraste, es de reconocer también todo lo que ha logrado mantenerse sin renunciar a elementos esenciales de autonomía -como espacios de información, análisis y crítica- admirables por el compromiso, esfuerzo y riesgos asumidos por parte de propietarios, personal y periodistas. Allí se inscribe el caso de El Nacional, objeto de toda suerte de presiones y medidas hasta llegar a la confiscación de su sede y sus equipos en un procedimiento plagado de arbitrariedades.

Dos comentarios finales sobre este periódico cierran esta sucesión de comentarios, para alertar y para alentar. No sobra la alerta sobre el repertorio autoritario ya conocido, sabiendo que sigue incorporando medidas y modalidades de sofoco de la libertad de expresión y prensa tales como recursos para la desinformación y tecnologías de control e interferencia. Pero conviene también recordar que los autócratas -especialmente cuando crece su ilegitimidad- temen a la prensa independiente y el periodismo profesional porque difícilmente son controlables y en estos tiempos también cuentan con un amplio repertorio de recursos de alcance global. Bien lo ilustra El Nacional que se ha ido reinventando como medio sobre la tradición de su historia de 77 años, bajo dictaduras y en democracia, como lugar de encuentro abierto para expertos, analistas y periodistas, escuela para ellos y también para los lectores.

En fin, no faltan señales de aliento justamente en las razones del acoso a la libertad de expresión: la carencia de legitimidad y el temor a la perseverancia del reclamo democrático.

elsacardozo@gmail.com

A la espera de Biden

Elsa Cardozo

Al presentar como presidente electo de Estados Unidos a su equipo de política exterior y seguridad, Joe Biden resumió lo esencial de la reorientación que imprimirá su gobierno a las relaciones con el mundo bajo la consigna “Estados Unidos está de vuelta, listo para liderar… por el poder del ejemplo”. Fue un modo de resumir el contraste que se propone establecer entre la gestión internacional del gobierno de Donald Trump, quien, bajo el lema “Estados Unidos primero”, separó o cuando menos distanció a su país de acuerdos y organizaciones internacionales en los que se sustenta el orden internacional liberal, así como de aliados democráticos tradicionales. Lo hizo en tiempos en los que poderes autocráticos de alcance mundial o regional no han perdido ocasión para hacer crecer y defender su margen de acción e influencia internacional a una escala sin precedentes, a partir de una densa y las más de las veces turbia combinación de objetivos y recursos.

La secuencia y el contenido de los saludos al presidente electo hablan de la huella que deja y sigue estando dispuesta a dejar la administración saliente, por un lado y, por el otro, de las expectativas internacionales que genera la transición a una administración demócrata.

Es inocultable el entusiasmo inmediato demostrado por los socios europeos, que ven en la trayectoria, los discursos, el programa y las primeras designaciones anunciadas por Biden la voluntad de recuperar las relaciones trasatlánticas en todas sus dimensiones -de principios liberales, de robustecimiento de los acuerdos de seguridad (y ciberseguridad), en materia de cambio climático, de desafíos geopolíticos globales y de protección de la democracia- y particularmente en la concertación diplomática multilateral.

Por otra parte, es notable el cuidado en los momentos y palabras escogidos por el presidente de China, Xi Jinping, entre el cálculo de las reacciones de Trump hasta su último minuto en la Presidencia y el de la oportunidad de felicitar a Biden e influir en la agenda para la revisión de las relaciones bilaterales ya anunciada para la administración demócrata; esta diferenciaría tres conjuntos de asuntos a tratar con China, que son muchos y muy diversos, a través de la cooperación, la competencia, la confrontación y, en todos los casos, procurando la coordinación de posiciones con otros países de Europa y Asia.

Distinta es la actitud de Rusia, gobierno que ha seguido refiriéndose a Biden como candidato y no como presidente electo, por considerar que los resultados no son definitivos. Esa posición es consistente con la política de alentar dudas sobre la confiabilidad de las instituciones democráticas, pero también con el rechazo a la consideración programática de Rusia como la principal amenaza a la seguridad y las alianzas de Estados Unidos y, particularmente, a las anunciadas iniciativas en busca del fortalecimiento de la relación trasatlántica en torno a la defensa de la democracia y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, tan debilitados durante la presidencia de Trump.

En nuestro lado del mundo, los gobiernos de México y Brasil tampoco han felicitado al presidente electo, en lo que influyen en términos muy pragmáticos los acercamientos y acuerdos que lograron con Trump y quieren mantener tanto como sea posible los presidentes Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro. Ante el triunfo de Biden pesan para el primero temores a cambios en el arreglo comercial, energético y migratorio alcanzado con Trump y para el segundo el compromiso ambiental de Biden.

Lo cierto es que aparte del discurso que anuncia el regreso a una política exterior de orientaciones políticas liberales (de respeto a acuerdos, compromiso democrático y multilateral) y de mayor presencia y liderazgo, son muchas y diversas las expectativas sobre los efectos que para “tirios y troyanos” tendrá el cambio de gobierno en Estados Unidos.

En esto de las expectativas es muy fácil reconocer el altísimo contraste entre la política exterior y de seguridad desarrollada desde 2017 y la propuesta de la administración que se instalará el próximo 20 de enero. Pero para colocarlas en perspectiva es tan o más importante reconocer también que en el equipo que vamos conociendo se manifiesta tanto la experiencia de los años de la presidencia de Barack Obama y vicepresidencia de Biden, que tentaría al nuevo gobierno a restaurar todo lo abandonado en los últimos cuatro años, pero también el ascenso de profesionales que cuentan con la experticia para renovar. Se tratará en definitiva de una combinación de restauración y renovación, comenzando por lo institucional que, con el anuncio de regreso de la diplomacia, coloca como prioridad la recuperación del propio Departamento de Estado y su adaptación para responder a un entorno mucho más desafiante. No parece faltar conciencia sobre la necesidad de este balance y de abandonar “viejas ideas y hábitos” como ha dicho el propio Biden al presentar a esta parte de su equipo. Tampoco en los designados, como lo ha expresado Anthony Blinken, desde sus faenas como asesor del candidato y presidente electo y ahora en su perspectiva como futuro secretario de Estado. El caso es que la urgencia e importancia de la reconducción de relaciones y el replanteo de asuntos fundamentales no solo se deben a las muchas y significativas acciones y omisiones del presidente saliente, que no obstante haber autorizado el inicio de las gestiones para la transición, parece haberse propuesto atar compromisos internacionales hasta el último día de su mandato. También habrán de verse las posiciones a asumir los republicanos en el Congreso, los espacios para el sostenimiento de los acuerdos bipartidistas e incluso el papel de la Corte Suprema tras la incorporación de la candidata promovida Donald Trump pocas semanas antes de las elecciones. No menos importantes son los cambios acumulados y recientes en la situación internacional en todas sus dimensiones, acelerados y profundizados en medio de la pandemia.

Pensemos, finalmente, en las expectativas en torno a Venezuela. Fueron expresadas de modo francamente constructivo en la carta abierta del presidente interino[EC1], Juan Guaidó, al presidente y vicepresidente electos y al pueblo estadounidense. También lo fueron, en términos instrumentales e inconsistentes con sus prácticas, en el mensaje del presidente de facto Nicolás Maduro. El primero agradeció el apoyo recibido del Ejecutivo y el respaldo bipartidista a la causa de la recuperación de la democracia, y manifestó confianza en su continuidad; el segundo insistió en su disposición al diálogo directo con el gobierno de Estados Unidos (seguida días después por medidas que reafirman la esencia autoritaria y posiciones de fuerza que no hay disposición de cambiar y desde la que se propone dialogar). Conviene comenzar por reconocer que en todo caso, racionalmente hablando, ganase quien ganase la elección, eran necesarios ajustes en la atención de Estados Unidos a la crisis venezolana en medio de su agudización -en todos sus ámbitos- y su prolongación en el tiempo. Los ajustes propuestos y hasta ahora conocidos -desde la perspectiva del fortalecimiento de la diplomacia y la concertación internacional entre democracias hasta los cambios en la atención a actores internacionales vinculados al régimen venezolano- no parecen intentos de restauración de las acciones y omisiones de la presidencia de Obama, sino iniciativas que alientan mayor asertividad, consistencia estadounidense y coordinación internacional, y que no queda más que considerar, apreciar y trabajar en Venezuela como oportunidad a aprovechar desde la reorientación de la organización y las estrategias de la causa democrática venezolana a la que el momento obliga.