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Javier Corrales

Los expresidentes de América Latina tienen demasiado poder. Es hora de bajarlos de sus pedestales.

Javier Corrales

El domingo, los votantes de Ecuador eligieron a Guillermo Lasso, un exbanquero que está a favor de las políticas de libre mercado, como presidente. Votaron por él en lugar de por Andrés Arauz, un populista de izquierda. Algunos analistas lamentan el fin del progresismo, pero lo que realmente vimos fue un bienvenido golpe a una extraña forma de política del hombre fuerte: el fenómeno de expresidentes que buscan extender su control e influencia eligiendo y respaldando a sus “delfines” en elecciones nacionales.

Arauz fue designado personalmente por el expresidente Rafael Correa, un economista semi autoritario que gobernó Ecuador de 2007 a 2017. La elección no fue solo un referendo sobre el papel del Estado en la economía, sino de manera más fundamental sobre la siguiente pregunta: ¿Qué papel deben desempeñar los expresidentes en la política, si es que acaso deben desempeñar alguno?

En América Latina se ha vuelto normal que exmandatarios impulsen a candidatos sustitutos. Se trata de una forma extraña de caudillismo, o política del hombre fuerte, combinada con continuismo, o continuidad de linaje, pensada para mantener a los rivales al margen.

Los expresidentes son los nuevos caudillos: pretenden extender su mandato a través de los herederos que escogen, algo llamado delfinismo, de “delfín”, el título dado al príncipe heredero al trono de Francia entre los siglos XIV y XIX.

En la última década, al menos siete presidentes elegidos democráticamente en Latinoamérica fueron escogidos por su predecesor. El más reciente, Luis Arce, llegó al poder en Bolivia en 2020, patrocinado por el exmandatario Evo Morales. Estos candidatos sustitutos le deben mucho de su victoria a la bendición de su jefe, la cual tiene un precio: se espera que el nuevo presidente se mantenga leal a los deseos de su patrocinador.

Esta práctica ata con esposas de oro a aquellos recién electos y socava la democracia en el proceso. Más que pasar la estafeta, los expresidentes emiten una especie de contrato de no competencia. En Argentina, una expresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, contendió como compañera de fórmula de su candidato presidencial escogido, Alberto Fernández.

Este estilo actual de política caudillista es la actualización de una actualización. En la versión clásica de la política del hombre fuerte —que dominó la política latinoamericana tras las guerras de independencia del siglo XIX y hasta la década de los setenta— muchos caudillos buscaban mantener su poder al prohibir o amañar las elecciones una vez que llegaban a la presidencia, una maniobra que usó famosamente el dictador mexicano Porfirio Díaz, o simulando golpes de Estado si no podían ganar, una estrategia empleada por el dictador cubano Fulgencio Batista en 1952.

Este modelo clásico de continuismo era traumático. En México y en Cuba, incitó ni más ni menos que dos revoluciones históricas que resonaron en el mundo entero.

Latinoamérica actualizó este modelo de caudillismo. Los golpes de Estado y las prohibiciones de elecciones se volvieron obsoletos en la década de 1980 y, en lugar de abolir la democracia, se volvió usual que los líderes comenzaran a reescribir las constituciones y a manipular las instituciones para permitir la reelección. Comenzó el auge de las reelecciones. Desde Joaquín Balaguer en la República Dominicana en 1986 hasta Sebastián Piñera en Chile en 2017, Latinoamérica tuvo a 15 expresidentes que volvieron a la presidencia.

No obstante, el modelo del continuismo a través de la reelección ha enfrentado obstáculos de manera reciente debido a que varios expresidentes se han visto envueltos en problemas legales.

Tan solo en Centroamérica, 21 de 42 expresidentes han tenido problemas legales. En Perú, seis expresidentes de los últimos 30 años han enfrentado cargos de corrupción. En Ecuador, Correa fue sentenciado por recibir financiamiento para su campaña a cambio de contratos estatales. Él afirma que es una víctima de persecución política. Su respuesta fue usar la campaña de Arauz como boleto para recuperar su influencia. En cierto momento de la campaña, el candidato promovió la idea de que un voto por él era un voto por Correa.

Durante la campaña presidencial de Ecuador, el candidato Andrés Arauz promovió la idea de que un voto por él era un voto por el expresidente Rafael Correa.

Estas complicaciones legales alientan a los expresidentes a tratar de respaldar a sustitutos que, como mínimo, podrían darles un indulto si resultan electos.

Los expresidentes parecen pensar que la versión más reciente del caudillismo libera al país del trauma. El presidente Alberto Fernández aseguró que cuando su jefa, la expresidenta Fernández de Kirchner, lo eligió como su candidato porque, argumentó, el país no necesitaba a alguien como ella, “que divide”, sino a alguien como él, “que suma”. A su vez, Fernández de Kirchner fue elegida heredera por su difunto esposo, el expresidente Néstor Kirchner.

No obstante, esta subrogación política difícilmente resuelve el trauma asociado con su continuismo inherente. De hecho, lo hace más tóxico. Con excepción de los simpatizantes del expresidente, el país ve el truco como lo que es: una tentativa evidente de restauración.

Los problemas del delfinismo van más allá de intensificar la polarización al exacerbar el fanatismo político y puede conducir a consecuencias aún más graves. En el México de antes del año 2000, en el que los presidentes prácticamente escogían personalmente a sus sucesores, los exmandatarios solían seguir la norma de retirarse de la política, por lo que concedían suficiente autonomía al sucesor.

Sin embargo, en la versión más reciente del delfinismo, los sucesores no son tan afortunados. Los expresidentes que los patrocinaron siguen entrometiéndose. Esta interferencia produce tensiones para gobernar. El mandatario en funciones pierde su relevancia de manera prematura, con todos los ojos puestos en las opiniones del presidente anterior, o en algún momento busca romper con su jefe. La separación puede detonar guerras civiles terribles.

Estas rupturas a menudo son inevitables. Los delfines electos enfrentan nuevas realidades con las que sus impulsores nunca lidiaron. Además, con frecuencia tienen que arreglar el desastre que dejaron sus jefes.

Lenín Moreno, el actual presidente de Ecuador, quien fue seleccionado por Correa, tuvo desacuerdos con él respecto a una serie de políticas autoritarias de izquierda impulsadas por revelaciones de corrupción. El resultado fue una lucha de poderes que dividió a la coalición gobernante y entorpeció la capacidad del gobierno de lidiar con la crisis económica y luego con la pandemia de la COVID-19.

Una lucha similar ocurrió en Colombia cuando el entonces presidente Juan Manuel Santos, escogido por Álvaro Uribe, decidió llegar a un acuerdo de paz con las guerrillas, con lo que desafío la postura de Uribe. El resultado fue una especie de guerra civil entre ambos hombres que rivalizó en intensidad con la guerra contra las guerrillas a la que el gobierno intentaba poner fin.

No hay una solución sencilla a este tipo de continuismo. Los partidos deben dejar de poner a sus expresidentes en un pedestal. Necesitan reformar las precandidaturas para asegurarse de que otros líderes, no solo los exmandatarios, tengan los medios para competir de manera interna. Los países latinoamericanos han hecho mucho para garantizar que haya una fuerte competencia entre partidos, pero mucho menos para garantizar la competencia dentro de los partidos.

Nada huele más a oligarquía y corrupción que un expresidente que intenta mantenerse vigente a través de candidatos sustitutos. Y Ecuador ha demostrado que esta manipulación política puede acabar por empoderar precisamente a las mismas ideologías políticas que los expresidentes pretendían contener.

14 de abril 2021

The New York Times

https://www.nytimes.com/es/2021/04/14/espanol/opinion/caudillos-america-...

Por qué Maduro prefiere la crisis y el caos

Javier Corrales

Una revolución bolchevique —con matices tropicales— está en marcha cerca de nuestras costas. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, está usando toda su autoridad para diezmar lo poco que queda de la resistencia a su socialismo extremista. Tal como hizo el líder soviético Vladimir Lenin en octubre de 1917, en esta etapa de la revolución Maduro se propone librar una campaña final contra todos salvo sus aliados más radicales.

Recientemente, la mayoría de las noticias que salen de Venezuela cuentan la extraordinaria crisis económica del país. Algunos analistas tratan la crisis como un caso de influenza: algo que la nación contrajo sin culpa suya. Sin embargo, esta crisis o —más bien— su larga duración, no es un accidente. Se trata de un diseño revolucionario.

La devastación de los últimos cuatro años no puede ponerse en palabras. Al registrar la inflación más alta del mundo junto con una recesión que ha contraído la economía en casi el 50 por ciento desde 2013, Venezuela se ha convertido en el primer país en décadas en hacer una transición de nación de ingresos medios a una de ingresos mínimos —o casi inexistentes—.

Sin embargo, el aspecto más vergonzoso de la crisis es la indiferencia del gobierno. La principal respuesta gubernamental, bautizada como el “paquete rojo”, no incluye nada más que devaluar la moneda casi un 95 por ciento, redenominar los nuevos billetes al quitarles cinco ceros y vincular el nuevo bolívar soberano al petro, una criptomoneda no transable y que nadie utiliza. Estas medidas son una redecoración inútil. Hasta los economistas más indulgentes con el gobierno están poco impresionados.

Si acaso, el gobierno está empeorando la crisis al aumentar el precio de la gasolina a precios internacionales, restringir todavía más la importación de alimentos y medicinas, decretar más controles de precios y subir impuestos en medio de una recesión. Los gobiernos y las organizaciones internacionales ofrecen ayuda humanitaria, pero Maduro la rechaza. El gobierno se cruza de brazos mientras el hambre y las enfermedades se propagan.

Esta indiferencia sugiere una intencionalidad. Es fácil ver la causa. Un gobierno extremista como el de Maduro prefiere la devastación económica a la recuperación porque la miseria destruye a la sociedad civil y, con ella, toda posibilidad de resistir la tiranía.

Cuando las condiciones económicas se deterioran, los ciudadanos a menudo optan por la protesta. Pero cuando las condiciones económicas decaen a tal grado que hacen que las clases medias vivan con menos de dos dólares al mes (menos que en Haití) y diseminan condiciones cercanas a la hambruna, la mejor opción es arreglárselas como uno pueda o irse del país. Si a esta receta añadimos la represión, el resultado es un éxodo de al menos el 7 por ciento de la población, el más grande en el continente americano desde la década de los ochenta.

La privación económica, aunada a la represión, cambia los incentivos de la participación política por el exilio político. Esto es lo que Maduro ve con buenos ojos: la asfixia de la resistencia, tal como Lenin quiso. Es la razón por la que Maduro ha permitido que la crisis continúe por tanto tiempo.

Claro está que ningún acontecimiento es una réplica exacta de sus antecesores. La revolución de Maduro no es enteramente un bolchevismo revivido. Maduro no está tratando de derrocar a un gobierno existente, sino de consolidar un régimen viejo, anticuado y odiado. Maduro no lleva a cabo matanzas sistemáticas, aunque usa la represión sin remordimientos. Y lo más importante, los ciudadanos ordinarios o sóviets no se están levantando de la mano del Estado para impulsar más el extremismo.

El extremismo de Maduro es ejercido exclusivamente por el Estado. En ese sentido, toma como referencia otra campaña tropical también inspirada en el bolchevismo: la famosa Ofensiva Revolucionaria de Cuba en 1968. Esta fue una campaña de Fidel Castro, a nueve años de iniciado su gobierno, para nacionalizar lo poco que quedaba del sector privado. Castro confiscó 55.636 pequeñas empresas, incluyendo la mayoría de los proveedores de alimentos y granjas semiprivadas. Fidel quería acabar con las ganancias privadas y establecer un absoluto monopolio estatal sobre la distribución de los alimentos. La meta era hacer a los ciudadanos más dependientes del Estado.

Del mismo modo, Maduro está usando la miseria económica para extinguir lo poco que queda del sector privado en Venezuela y expandir el control estatal. Ya expandió el control estatal de la distribución de los alimentos al entregar “carnets de la patria”, que se reparten principalmente entre leales al régimen. Decretó un aumento del 3000 por ciento a los salarios mínimos, que resulta insuficiente para permitir a los trabajadores ajustarse a la hiperinflación, pero que es imposible de costear para los pequeños empleadores y empresarios, que ya están en apuros económicos debido a la recesión, los controles de precios, la falta de dólares y los continuos apagones. Desde que se anunció el paquete rojo, las autoridades han detenido a 131 personas acusadas de sabotaje, principalmente a gerentes de cadenas minoristas. Hoy, la industria privada de Venezuela opera al diez por ciento de la capacidad que tenía hace veinte años, cuando esta revolución comenzó. Hasta los restaurantes McDonald’s están cerrando.

No obstante, el modelo de Maduro tampoco es una réplica exacta de la Ofensiva de Fidel. Maduro todavía permite que algunos actores privados amasen riquezas, aun cuando lo hacen a través de actividades ilícitas o consiguiendo acceso al dólar barato que el gobierno siempre está dispuesto a ofrecer, legalmente, a sus compinches.

Además, existen elementos innatos que hacen que la revolución de Maduro sea más idiosincrásica que imitadora. Tal vez el elemento más idiosincrásico es el colapso del sector petrolero en manos del Estado. Las exportaciones de petróleo constituyen la única fuente de dólares de la revolución, aparte del endeudamiento. No obstante, la industria petrolera venezolana ha venido sufriendo un declive crónico en la productividad durante los últimos quince años. Con Maduro, dicho declive se aceleró. A pesar de la recuperación en el precio del petróleo a partir de 2016, la producción de Venezuela se ha estrellado y ha disminuido en más del 40 por ciento en dos años. La mayoría del resto de los productores importantes de petróleo han expandido su producción o permanecido estables.

Dejar que la única gallina de los huevos de oro de la revolución se derrumbara es una característica que lleva el sello de Maduro. No existe ningún antecedente histórico de una herida autoinfligida tan mortal como esta, ni en la Rusia soviética ni en la Cuba comunista ni en ningún petro-Estado en paz y abierto al comercio.

Es difícil argumentar que la negligencia de Maduro hacia su joya de la corona es intencional, debido a que su víctima más directa es él mismo. Esta negligencia sugiere que el gobierno de Maduro también es inepto.

Los analistas debaten si la debacle económica del país es resultado de la premeditación o la incompetencia. En muchos sentidos, este es un falso debate. Se debe a ambas cosas. El extremismo produce y necesita caos, y el caos a su vez aumenta las posibilidades de errores garrafales por parte del Estado.

Tan graves son los errores de Maduro en materia petrolera que le ha tocado a gente de su propio partido político tomar cartas en el asunto. La Asamblea Nacional Constituyente —electa ilegítimamente en 2017 y compuesta exclusivamente de maduristas— está considerando tomar medidas correctivas en el sector petrolero para permitir una mayor apertura petrolera. Pero mientras debaten, el ejecutivo sigue sin actuar para revertir el derrumbe petrolero.

En circunstancias normales, el caos económico socava a cualquier gobierno. Todavía puede poner en riesgo al régimen de Maduro en la medida que se propague el descontento, no ya entre los opositores, sino en las filas de su gobierno. Ya sabemos, por evidencia indirecta pero inequívoca, que el malestar dentro del gobierno crece: este año Maduro ha aumentado la represión hacia el ejército y a exfuncionarios gubernamentales.

Pese a estos riesgos, Maduro se ha inclinado por el caos y no por la recuperación, porque cuando el caos alcanza proporciones inhumanas, como ha sucedido en Venezuela desde 2015, es más probable que diezme a la oposición que al gobierno. Y si el gobierno aplica la represión con eficacia, en especial dentro de sus filas, tiene una posibilidad de sobrevivir mientras sus enemigos —dentro y fuera de la revolución— languidecen por miseria o huyen del país.

El caos, ya sea intencional o accidental, puede ser funcional para los Estados extremistas. Por tal motivo, no deberíamos contar con que el gobierno extremista de Maduro haga algo mínimamente prometedor para detener el descenso de Venezuela al infierno.

16 de septiembre de 2018

New York Times

https://www.nytimes.com/es/2018/09/16/opinion-corrales-crisis-venezuela/...

El voto es la única opción de los venezolanos

Javier Corrales

Los venezolanos se han quedado sin alternativas en sus esfuerzos por escapar del autoritarismo. La oposición ha intentado todo lo ya conocido para restaurar la democracia. Nada ha funcionado. Cada día que pasa, el régimen se vuelve más autoritario.

Sin embargo, el 20 de mayo, los venezolanos tendrán otra oportunidad. El gobierno está permitiendo que haya elecciones presidenciales. Algunas personas en la oposición han llamado al abstencionismo. Es comprensible, pero resulta un desperdicio. Al no votar, la oposición desperdiciará la única oportunidad en años de poner fin a esta dictadura.

La invitación a la abstención se basa en un hecho aceptado: las elecciones son una farsa. Todo mundo lo sabe. Las reglas, si se le puede llamar así a lo que existe en esta cleptocracia, favorecen de manera descarada al gobernante en turno, el presidente Nicolás Maduro.

En circunstancias normales, lo digno sería quedarse en casa el 20 de mayo. Pero estas no son circunstancias normales. Los venezolanos en realidad no tienen opciones para contener al régimen, porque al tener opciones se da por hecho que hay alternativas. A estas alturas, no hay nada que pueda detener el autoritarismo de Maduro.

Para entender la falta de opciones en Venezuela, es útil revisar los factores que los politólogos han analizado como posibles causas de la caída de un régimen autoritario. Varían de las menos a las más potencialmente exitosas. En Venezuela, hasta aquello con mayores probabilidades de tener éxito es improbable.

Comencemos con la economía. Muchos venezolanos piensan que la cada vez más grave crisis económica derrocará a la dictadura; sin embargo, los dictadores rara vez caen ante la presión económica. De hecho, tienden a sobrevivir a la recesión económica y la usan como excusa para ser todavía más represivos. Esta es una de las razones por las que las sanciones económicas son poco eficaces, en general, para provocar un cambio de régimen. El régimen venezolano ya ha sobrevivido cinco años de contracción económica, bajo sanciones externas cada vez mayores.

Las insurrecciones civiles funcionan mejor que la presión económica para poner fin a las dictaduras, pero solo si el Estado no está dispuesto a reprimirlas; lo que no sucede en Venezuela. Desde 2001, el gobierno ha reprimido las principales olas de protestas, las más recientes en 2017, en las que perdieron la vida más de 150 venezolanos y más de cinco mil fueron enviados a la cárcel, en donde muchos fueron torturados.

Luego están los golpes militares. Tienen mayor probabilidad que las rebeliones de sacar del poder a los líderes autoritarios. Sin embargo, los golpes de Estado en contra de los autócratas se han vuelto cada vez menos frecuentes por una razón: los gobiernos actuales tienen mejores formas de detectar y, por ende, frustrar los posibles golpes. Incluso cuando sí ocurren, la mayoría de los golpes de Estado contra los autócratas no conducen a la democracia: sustituyen autocracias viejas con autocracias nuevas.

Así que los venezolanos que esperan que la economía, las sanciones en contra del gobierno, las protestas civiles o un golpe militar restauren la democracia podrían estar esperanzados contra toda esperanza.

La pregunta adecuada que hay que hacerse no es si votar es lo ideal, pues realmente no lo es. Deberíamos preguntarnos más bien si votar es mejor que no hacer nada.

Para mí, la respuesta es sí. Al no hacer nada, es decir, optar por la abstención, los venezolanos votarán por Maduro, ya que le darán una victoria fácil. El presidente se hará más fuerte dentro de su partido, admirado por lograr una victoria en medio del colapso económico. Todo esto servirá para autorizar sus planes de sovietizar a este Estado petrolero en ruinas.

Votar en elecciones amañadas causa dudas serias. ¿Por qué votar si las reglas no son favorables? Esta es una preocupación comprensible. De las once posibles irregularidades previas a unas elecciones, Venezuela ya cometió al menos diez, incluyendo prohibir candidatos y partidos, manipular el calendario electoral para beneficiar al partido gobernante, permitir que las autoridades electorales sean partidistas, no actualizar ni auditar correctamente los registros de electores, condicionar los subsidios de bienestar social al voto por el gobierno y amenazar con verificar la identidad de los votantes.

Entonces, ¿para qué votar? La respuesta está en las urnas. El gobierno es abrumadoramente impopular, ya que Maduro tiene una tasa de desaprobación tan elevada que llega al 70 por ciento. Si los índices de abstención en las elecciones son bajos dentro de la oposición, esta tiene una posibilidad.

Incluso si la oposición no gana, puede beneficiarse de una gran participación ciudadana. Cuantos más votos obtenga la oposición, más forzado se verá el régimen ya sea a hacer trampa el día de las elecciones o a reconocer su debilidad electoral, lo que en ambos casos debilitará a Maduro dentro de su propio movimiento.

Otra inquietud: ¿por qué votar por un candidato de oposición cuyas credenciales democráticas son cuestionables? De los tres candidatos que contienden a la presidencia de Venezuela, el puntero es Henri Falcón. Su nombre es el que cuenta con el mayor reconocimiento, pero no se le conoce precisamente como un demócrata comprobado. Falcón es un militar convertido en gobernador que abandonó el chavismo no tanto por una convicción democrática, sino más bien en protesta porque no se le dio autonomía para gobernar como quería. Por ende, Falcón parece más un chavista pálido que un demócrata convencido; más integrante del círculo que ajeno a él.

Sin embargo, ser parte de algo no significa necesariamente “continuidad”. En el mundo hispanohablante hay muchos ejemplos de cambios radicales encabezados por integrantes del régimen anterior que llegaron a ser presidentes.

Por ejemplo, en España, a finales de los años setenta, el presidente Adolfo Suárez, ex miembro del gabinete durante la dictadura de Franco, fue quien le dio a ese país su democracia actual. En Paraguay, a principios de los noventa, el general Andrés Rodríguez, del mismo partido que el dictador en el gobierno, fue quien introdujo la democracia. En México y Argentina, los presidentes Carlos Salinas de Gortari y Carlos Ménem, ambos miembros de partidos populistas, se deshicieron de las economías populistas. En Chile, en la década del 2000, la presidenta Michelle Bachelet, ex socialista, dirigió una de las respuestas de la economía de mercado más exitosas a la crisis mundial de 2008. En Colombia, a principios de la década de 2010, el presidente Juan Manuel Santos, exministro de Defensa de un gobierno de derecha, llevó al país a la izquierda y logró la paz con los guerrilleros. Así mismo, apenas este año, en Ecuador, el presidente Lenín Moreno, seleccionado por un autócrata como su sucesor, promulgó una ley que prohíbe la relección, cuyo propósito es evitar el regreso del autócrata.

Hay un motivo por el cual quienes forman parte de regímenes autoritarios pueden convertirse en transformadores: los que están en el gobierno y quienes los apoyan confían en ellos un poco más e incluso pueden pactar con ellos porque se les ve como cercanos al poder —lo cual hasta cierto punto los hace más confiables que los disidentes comprometidos—. Si están en las entrañas del sistema gozan de más espacio para maniobrar que los disidentes puros. Pueden usar ese espacio para llegar hasta los cargos más altos, que es lo que Falcón está intentando hacer.

Los venezolanos deberían aprovechar esta apertura en lugar de ridiculizarla. Lo peor que puede pasar es que las cosas no cambien; pero lo mejor sería que, nuevamente, alguien ascienda desde dentro y se convierta en un transformador. Al abstenerse, los venezolanos cierran esta posibilidad.

Entiendo que muchos venezolanos se sienten tentados a abstenerse. Yo, al igual que ellos, desearía que los venezolanos tuvieran a un Nelson Mandela, un Lech Walesa o un Václav Havel, líderes con credenciales democráticas inmaculadas, ajenos al régimen, que compitan en elecciones justas y, casi de la noche a la mañana, reinstauren la democracia. Pero esta salida limpia no está disponible en Venezuela.

Profesor de Ciencias Políticas en Amherst College y coautor de "Dragon in the Tropics: The Legacy of Hugo Chávez in Venezuela".

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2018/05/16/opinion-corrales-venezuela-eleccio...