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Andrés Velasco

Evolución, no revolución, en la economía

Andrés Velasco

Mientras contemplan sus modelos en silencio, los macroeconomistas oyen a la distancia el resonar de una revuelta. Hace un año, el premio Nobel en economía, Joseph Stiglitz, anunció que el capitalismo pasaba por "una nueva crisis existencial", de la que culpó a la "ideología neoliberal". Hoy día, Robert Skidelsky proclama la llegada de una "revolución silenciosa en la macroeconomía". Martin Sandbu, del Financial Times, prefiere el plural, celebrando "las revoluciones hoy en curso en la macroeconomía".

Se supone que el primer principio del nuevo régimen postrevolucionario radica en la creciente aceptación de políticas fiscales agresivas. Incluso el Fondo Monetario Internacional –que alguna vez fue satirizado por querer imponer la austeridad fiscal en todo el mundo– recomienda ahora mayores estímulos fiscales para combatir la crisis.

Entonces, si en realidad estamos frente a una revolución, ¿de qué tipo es? ¿Deberían temer una guillotina intelectual los macroeconomistas convencionales?

En la práctica, un cambio radical ya está en curso. Según el Monitor Fiscal de enero del FMI, los déficits fiscales de 2020 promediaron el 13,3% del PIB en las economías avanzadas y el 10,3% entre los mercados emergentes, y superarán el 8% en ambos grupos de países en 2021. El FMI prevé que para el fin del año, la deuda pública bruta alcanzará el 99,5% del PIB mundial.

Nada de esto, sin embargo, obedece a una revolución conceptual. La idea de que en una trampa de liquidez –cuando las tasas de interés no pueden bajar más– la única alternativa posible es la política fiscal, constituye un elemento clave de la Teoría General de John Maynard Keynes. La gran mayoría de los macroeconomistas tradicionales recomendó una respuesta fiscal contundente frente a la crisis financiera de 2007-2009, e hizo lo mismo luego de la llegada del Covid-19. Unos pocos profesores afirman que al estímulo fiscal no le corresponde papel alguno, pero hay que buscarlos con paciencia hasta encontrarlos.

Lo que ha cambiado es la política. A fines de 2008, los asesores del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, deseaban un estímulo fiscal de US$ 1,8 billones. El Congreso aprobó un paquete de menos de US$800 mil millones con la oposición de todos los representantes republicanos y 38 de los 41 senadores republicanos. El resultado fue muy distinto en marzo de 2020. El Congreso aprobó un paquete de estímulo por US$2,2 billones. Todos los senadores republicanos votaron que sí. ¿Qué había cambiado? El presidente, Donald Trump, era republicano.

En Alemania, la canciller Angela Merkel también ha logrado un vuelco total en materia de política fiscal: convenció al establishment económico híper conservador de su país no solo de incurrir en un déficit en 2020, sino también de emitir bonos junto con otros países de la Unión Europea –algo previamente tabú– a fin de financiar un fondo de €750 mil millones para la recuperación postpandemia.

El mundo de hoy es también muy diferente del que existía antes de la crisis de 2007-2009. En las décadas de 1980 y 1990, las tasas de interés reales eran positivas, y altas en algunos países. Un gobierno muy endeudado se veía obligado a destinar un porcentaje cuantioso de su presupuesto anual al pago de intereses, en vez de poder invertir esos mismos fondos en salud, educación, bienestar, o infraestructura verde. En tal situación, la mayor parte de los economistas –incluso los progresistas– recomendaba prudencia.

Hoy día, cuando la tasa de interés real es cero o menos, un país endeudado debe realizar pagos de intereses reales equivalentes a, bueno, cero. No es sorprendente, entonces, que economistas destacados, como Olivier Blanchard de MIT, afirmen que las tasas de interés bajas sostenidas dan margen para una deuda pública mucho más alta.

Una revolución conceptual sí ocurrió, pero fue en el ámbito de la política monetaria y partió hace más de diez años. Como consecuencia de la crisis de 2007-2009, los bancos centrales empezaron a hacer lo contrario de lo que tradicionalmente se receta. Bajo nuevas etiquetas –"relajación cuantitativa" y "alivio crediticio"– imprimieron billones de dólares de dinero fresco que primero utilizaron para adquirir bonos gubernamentales y luego bonos de empresas.

Hace décadas que nosotros, los macroeconomistas, les enseñamos a los estudiantes que en el largo plazo, el nivel de precios es más o menos proporcional a la oferta de dinero, de modo que si esta se duplica, la inflación acumulada eventualmente llegará al 100%. Sin embargo, en los 12 años posteriores a enero de 2008, la Reserva Federal multiplicó por tres la medida de dinero más común, y la inflación casi no varió. En el año transcurrido desde el comienzo de la pandemia, esa misma medida de la oferta de dinero se ha cuadruplicado, y la inflación aún no aparece.

Estos nuevos hechos empujaron a los macroeconomistas a apresurarse a revisar sus antiguos modelos. El cambio también obedeció a la constatación de que estas políticas monetarias "no convencionales" parecían funcionar, en el sentido de ayudar a restablecer la estabilidad financiera y a sentar un piso en las recesiones. En 2014, Ben Bernanke observó que "el problema de la relajación cuantitativa es que funciona en la práctica, pero no así en teoría". Desde entonces, los macroeconomistas han escrito docenas de artículos en que aclaran las condiciones bajo las cuales la relajación cuantitativa funciona tanto en teoría como en la práctica.

Sandbu pisa terreno firme cuando sostiene que se está gestando otro cambio fundamental: la creciente conciencia de que los equilibrios múltiples deben ser motivo crucial de preocupación a la hora de formular políticas. En un gráfico estándar, si las curvas de la oferta y la demanda se cruzan una sola vez, ese mercado tiene un solo equilibrio. Si se cruzan dos, tres o más veces, los equilibrios son múltiples.

Lo anterior tampoco es nuevo en términos conceptuales. La analogía del "concurso de belleza" (hoy políticamente incorrecta) que utilizó Keynes en su Teoría General apunta a los equilibrios múltiples. En 1965, el economista británico Frank Hahn publicó un famoso ensayo en el que demostraba que todas las economías monetarias tienen más de un equilibrio.

Las consecuencias prácticas son enormes. Si más de un equilibrio es factible, entramos en el dominio de las profecías auto cumplidas: el pesimismo acarrea resultados acerca de los cuales no cabe sino ser pesimista; y el salto de un equilibrio bueno a uno malo puede producirse de manera súbita y sin advertencia. Las autoridades monetarias y fiscales están cada vez más conscientes de este peligro. Como lo señala Blanchard, el riesgo que presentan las crisis de confianza y las corridas contra la deuda, constituye el argumento de mayor fuerza para rebatir la idea de que el incremento de la deuda pública es seguro.

El afán de evitar un equilibrio malo puede llevar a un activismo cuasi revolucionario en la formulación de las políticas, como cuando el entonces Presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, prometió en 2012 que el BCE haría "lo que fuera necesario" para salvar el euro. Pero, el riesgo de un pánico auto cumplido también puede requerir prudencia, y no fervor revolucionario, al formular políticas. Si a los reguladores les preocupan las corridas bancarias, exigirán a los bancos mantener reservas monetarias más altas por cada dólar que reciben en depósitos. Si a uno le preocupan las corridas contra la deuda pública, entonces votará por políticos partidarios de endeudarse menos, y a plazos más amplios.

En su canción homónima, los Beatles revelan escepticismo ante las promesas de revolución:

"You say you want a revolution. Well, you know. We all want to change the world. You tell me that it’s evolution. Well, you know. We all want to change the world"

[Dices que quieres una revolución Bueno, sabes Todos queremos cambiar el mundo Me dices que es evolución Bueno, sabes Todos queremos cambiar el mundo]

En la macroeconomía, los eventos recientes no sugieren revolución, sino evolución. Y es esta –la adaptación a hechos nuevos– la que produce cambios duraderos en el mundo.

Traducción de Ana María Velasco

26 de febrero 2021

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/evolution-not-revolution-in-economic-policies-by-andres-velasco-2021-02/spanish

Planes para Venezuela post-Maduro

Andrés Velasco

En la novela de Ernest Hemingway El sol también se levanta, de 1926, a un personaje se le pregunta cómo cayó en la bancarrota. "De dos formas", replica. "Primero gradual y luego repentinamente".

Esta es una buena descripción del colapso de la economía venezolana. El régimen del presidente Hugo Chávez gastó mucho más allá de sus medios, precisamente cuando el precio del petróleo iba en descenso y los ingresos fiscales se estancaban, para luego comenzar a decaer, como consecuencia de la contracción económica. De manera que Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, se endeudaron todo lo que pudieron, hasta que en 2013 los prestamistas privados dejaron de prestar.

En los últimos dos años, el declive ha adquirido una velocidad vertiginosa. Ahora, cuando la imprenta es la única herramienta de financiamiento disponible, el Fondo Monetario Internacional anticipa que la inflación llegará a 1.000.000% en 2018; la contracción del PIB eclipsa a las de la Gran Depresión, la Guerra Civil Española, y la reciente crisis griega; el 87% de los venezolanos vive en la pobreza; y varios millones han abandonado su país.

"Primero gradual y luego repentinamente" también puede describir el eventual término del régimen. Si bien nadie en Venezuela o en el exterior puede tener certeza sobre el modo en que Maduro dejará el poder, cada vez parece más claro que sí lo va a dejar.

La incertidumbre acerca de lo que pasaría el día siguiente es una de las razones por las cuales Maduro se ha mantenido en el poder. No se puede responsabilizar a los atemorizados ciudadanos de clase media que creen el dicho favorito de reyes y dictadores: después de mí el diluvio. Sin embargo, está comenzando a surgir una visión de lo que sería Venezuela post-Maduro, y ello debería acelerar la desaparición del régimen.

Por sobre todo, la Venezuela post-Maduro debería ser democrática. Lo que empezó como un régimen populista, aunque elegido democráticamente, en los últimos años ha degenerado en un autoritarismo clásico. Las instituciones venezolanas, desde el Tribunal Supremo de Justicia hasta el Consejo Nacional Electoral y el Banco Central, han dejado de tener autonomía. La Asamblea Nacional (el parlamento unicameral), en la que la oposición tiene una mayoría de dos tercios, ha sido despojada de la mayor parte de sus atribuciones. Las elecciones presidenciales que se realizaron en mayo, que ratificaron a Maduro, fueron una farsa, como lo afirmaron sin ambages un gran número de democracias a través del mundo.

Mucho tendrá que cambiar en los ámbitos político y económico para garantizar la libertad de los venezolanos. No hace falta tener un título de la Universidad de Chicago ni seguir las huellas de Adam Smith para darse cuenta de que el colapso de la producción en Venezuela obedece en gran parte a la intromisión cada vez mayor por parte del Estado, la que ha hecho prácticamente imposible producir. Maduro parece empeñado en poner en práctica su propia versión de la máxima de Ronald Reagan: si se mueve, ponle un impuesto; si se sigue moviendo, regúlala; y si deja de moverse, nacionalízala. Hoy día, el gobierno posee 457 empresas, muchas de ellas poco más que cascarones vacíos. La joya de la corona del Estado venezolano, la gigantesca petrolífera PDVSA, produce un tercio de lo que producía en 1998, cuando fue elegido Hugo Chávez, el antecesor de Maduro.

Restituir los derechos de propiedad y reformar esta red de controles y regulaciones será una tarea jurídica y política colosal, más parecida a las transiciones que ocurrieron en Europa Oriental y en la ex Unión Soviética que a los episodios previos de estabilización y reforma en América Latina. No obstante, una de las lecciones de las reformas pro mercado de la región en los años 1980 y 1990 parece relevante: la privatización debe ir acompañada de competencia genuina. De no ser así, el resultado podría ser un estancamiento económico (los monopolios pueden obtener altas ganancias sin innovar) y una violenta reacción política (los votantes que están conscientes de esto se alteran notable y rápidamente).

Asimismo, es preciso evitar el capitalismo de compadres de muchas economías postcomunistas. Cuando los administradores a quienes se encarga la restitución de bienes a sus dueños originales terminan por ser los dueños de esos bienes, el cambio meramente reemplaza una elite corrupta por otra, en lugar de devolver poder a los ciudadanos.

Otra prioridad para los líderes de la Venezuela post-Maduro será asegurarse de que el Estado haga lo que se supone debe hacer. El Estado venezolano tiene cerca de tres millones de empleados y, según un cálculo, más de 4.200 instituciones, sin embargo fracasa rotundamente a la hora de cumplir sus tareas más básicas, entre ellas, proporcionar educación, salud, y seguridad.

Tomemos la salud: las clínicas y hospitales públicos se están derrumbando y carecen de medicamentos (cuyas importaciones apenas llegan a un tercio del nivel de 2012). Los resultados de una encuesta revelan que el 79% de las instalaciones ni siquiera tiene agua corriente. Estas precarias condiciones se han traducido en la reaparición de enfermedades latentes desde hace mucho tiempo, como malaria, difteria, sarampión y tuberculosis.

O consideremos la seguridad, que ha colapsado de tal forma que Venezuela se encuentra al borde de ser un estado fallido. Abundan amplias zonas tan alejadas de la ley, que ni siquiera las fuerzas policiales y, en algunos casos, el ejército, se atreven a entrar en ellas. En los grandes centros urbanos, la tasa de asesinatos se ha elevado de tal manera que ha colocado a Venezuela dentro de los primeros lugares de los ránkings mundiales de homicidios, por debajo solamente de El Salvador y Honduras, y muy por encima de Brasil, Colombia y México.

Venezuela va a necesitar un Estado más reducido pero mucho más fuerte, enfocado en aquellos ámbitos en que la acción gubernamental es irreemplazable. ¿Cómo financiar la reforma de gran alcance que será necesaria? Y, ¿cómo financiar la indispensable recuperación económica?

El país se encuentra enormemente endeudado (la proporción entre la deuda pública externa y las exportaciones es la más alta entre todos los países para los cuales tiene datos el Banco Mundial) y ha agotado sus divisas. En consecuencia, el total de importaciones per cápita llega al 15% del nivel de 2012, lo que acarrea una escasez no solo de alimentos y medicinas, sino también de los repuestos necesario para volver a poner en marcha los camiones y la maquinaria del país.

Un plan que permita a Venezuela importar y funcionar nuevamente como una economía normal ha de tener por lo menos tres componentes. Primero, la comunidad internacional debe reconocer sin demora que se necesita una sustancial reducción de la deuda, en lugar de dilatar la solución del problema por años, como lo hizo con Grecia. Segundo, se necesitará un programa del Fondo Monetario Internacional con préstamos para financiar la balanza de pagos, de cuantía no muy diferente de los que acaba de obtener Argentina. Y, tercero, será necesario un componente de donación, que los expertos venezolanos estiman en 20 mil millones de dólares, para cubrir las necesidades humanitarias de emergencia y para evitar el error de Argentina de permitir que la deuda externa se acumulara demasiado rápidamente justo después de una reducción de la deuda.

El gobierno de Venezuela ha emprendido en una guerra contra su propio pueblo. Lo menos que puede hacer la comunidad internacional es ponerse, con generosidad, del lado de las víctimas. Al hacerlo ayudaría a evitar que Venezuela se transforme en un estado fallido, y de este modo minimizaría el impacto sobre la estabilidad regional y global de la crisis humanitaria del país y de las masivas salidas de refugiados –por no hablar del creciente tráfico de drogas y lavado de dinero–.

La transición de Venezuela a la democracia y a la economía de mercado estará llena de peligros y dificultades, y exigirá mucho sacrificio. Los líderes de la nueva Venezuela deberían reconocer esto y hacerse eco de Winston Churchill cuando prometió "... trabajo, sudor y lágrimas". Ese esfuerzo compartido engendrará un futuro nuevo y mejor. Más temprano que tarde, el sol también se levantará para todos los venezolanos.

Traducción de Ana María Velasco

3 de octubre de 2018

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/planning-venezuela-transiti...

Esperanza local, odio global

Andrés Velasco

En Lake Wobegon, el ficticio pueblo estadounidense creado por Garrison Keillor, todos los niños tienen inteligencia por sobre el promedio. La vida imita al arte, no solo en Estados Unidos –y no solo en el caso de los pequeños–. En encuesta tras encuesta, en países tanto ricos como pobres, la gente dice sentirse satisfecha con su vida familiar, contenta con su barrio, y optimista sobre su futuro personal. Pero estas mismas personas informan a los encuestadores que su país y el mundo se están yendo directamente al diablo.

Al parecer, los adultos también llevan vidas que siempre están por sobre el promedio.

Consideremos algunos ejemplos. Según la encuesta Eurobarómetro, alrededor del 60% de las personas predice que su situación laboral continuará sin cambios, mientras que el 20% espera que mejore. Sin embargo, la mayoría de la gente sistemáticamente espera que la situación económica de su país se deteriore o permanezca igual. Las expectativas sobre el futuro individual varían muy poco a través del tiempo, mientras que las expectativas acerca de la situación económica nacional empeoran con las recesiones y mejoran con los auges, como cabría esperar.

Este fenómeno no es exclusivamente europeo. La encuesta CEP, el sondeo de opinión de mayor prestigio en Chile, ha hecho preguntas semejantes desde 2004, y sus resultados son igualmente desconcertantes. El porcentaje de personas que dicen sentirse satisfechas con su situación económica personal siempre es mayor que el porcentaje de quienes están satisfechos con el estado de la economía nacional. Y la brecha entre los dos indicadores se ha acentuado de manera rápida desde 2010.

El desconcierto no se limita a la economía. Bjørn Lomborg informa que en muchos países, el porcentaje de pesimistas sobre el estado del medio ambiente a nivel mundial es mucho más alto que el de los pesimistas acerca de la situación ambiental local o nacional. Las preguntas que se hacen en los sondeos con respecto al nivel de pobreza, al consumo de drogas o a la prevalencia de la delincuencia, arrojan los mismos resultados.

El fenómeno se encuentra tan difundido, que Max Roser, economista de la Universidad de Oxford, le ha puesto nombre: "optimismo local y pesimismo nacional". ¿Cómo se explica?

Empezando con Aristóteles, muchos filósofos han sostenido que el ser humano se desarrolla mejor cuando forma parte de una comunidad unida, en la que prevalecen fuertes normas de virtud cívica. Pero según Jean-Jacques Rousseau, el primer crítico del capitalismo, los mercados promueven la codicia, hacen que dichos vínculos se rompan, y distancian al hombre de sus congéneres. Por lo tanto, no sorprende que cuando una persona mira más allá de su realidad inmediata, no le gusta lo que ve. La satisfacción individual y la sensación de que la sociedad es hostil pueden coexistir, y, de hecho, lo hacen.

Los sociólogos clásicos llegaron a conclusiones parecidas. La modernización arrancó a las personas de sus comunidades integradas y tradicionales, y las arrojó en la anonimidad de las ciudades que se industrializaban –la base de la famosa distinción que hizo Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft y Gesellschaft–. Incluso cuando los individuos prosperan, tienden a sentirse alienados de la sociedad en general y pesimistas a su respecto, sufriendo lo que Émile Durkheim llamó anomie.

Por último, pero no por ello menos importante, varios psicólogos y neurocientistas –Tali Sharot de University College London es la más conocida– afirman que el cerebro humano está pre programado para el optimismo. El truco es que este condicionamiento innato no se aplica al futuro de la patria ni del planeta, sino solamente al personal, de modo que es natural que se produzca una disparidad.

Todas estas son ideas que invitan a la reflexión; y que probablemente contienen más que algo de verdad. Pero si uno cree que la brecha entre el optimismo individual y el pesimismo nacional va en aumento –y así es– entonces debe señalar factores de cambio recientes a los que pueda obedecer dicho aumento. Ni la anomie a la que condujo la modernización ni los prejuicios psicológicos internalizados pueden hacerlo, dado que han existido durante mucho tiempo.

Un indicio proviene de la observación que, según revelan algunos estudios, la brecha es mayor entre quienes han tenido mayor exposición a los medios informativos. Y los medios –ciertamente los sociales– tienden a hacer más hincapié en lo sombrío y lo sangriento que en lo alegre y lo sublime. Las noticias buenas no son noticias, suelen murmurar los ejecutivos de los medios. Y con solo un minuto en Twitter o en las noticias del cable se confirma el antiguo adagio: "Si hay sangre, hay audiencia".

Sumemos a esto un segundo prejuicio psicológico que ocupa a los neurocientistas: puesto que nuestra especie ha evolucionado para defenderse del peligro, tendemos a ser más sensibles ante las malas noticias. Reaccionamos con mayor intensidad frente a fotografías de niños famélicos que a informes sobre el alza de los niveles de nutrición en África. Y, desde luego, tendemos a recordar esas horribles imágenes durante mucho más tiempo.

Alguien que comprende todo esto desde hace mucho, es Donald Trump. Recordemos el discurso que pronunció en la Convención del Partido Republicano, en el que se describió una nación plagada de "pobreza y violencia en el interior, guerra y destrucción en el exterior". Esto fue la misma noche en que ridiculizó el legado de Hillary Clinton diciendo que era de "muerte, destrucción y debilidad".

"Un poco de hipérbole nunca está demás", explica Trump en su libro The Art of the Deal [El arte de la negociación], y con ello concuerdan sus homólogos populistas. Puede que ni Viktor Orbán de Hungría ni Nicolás Maduro de Venezuela hayan leído a Rousseau ni hojeado el último estudio de neurociencia, pero los dos captan lo esencial: da igual lo que sugiera la experiencia diaria de una persona en su hogar o en su trabajo; basta con que repitan que las elites empresariales o los inmigrantes o los extranjeros están empeorando las cosas –y mucho– para que tarde o temprano el electorado les crea.

Esta es una de las razones por las que el populismo es tan peligroso –y por las que incluso lugares idílicos como Lake Wobegon no son inmunes a él–.

Apr 27, 2018

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