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Harold James

Los últimos años de la Unión Soviética Americana

Harold James

La Unión Soviética fue terreno fértil para el chiste político, un aspecto tan prominente en su cultura como los programas humorísticos nocturnos en los Estados Unidos. Según un cuento popular, a un joven que gritó en la Plaza Roja que el decrépito líder soviético Leonid Brezhnev era un idiota lo condenaron a 25,5 años de cárcel: seis meses por insultar al Presidente del Presídium del Sóviet Supremo y 25 años por revelar secretos de Estado.

La furibunda reacción de la administración Trump a un nuevo libro del ex asesor de seguridad nacional John Bolton siguió una pauta similar. Al libro se lo considera peligroso no tanto porque insulte a Donald Trump cuanto porque revela la profunda incompetencia del presidente y lo «asombrosamente desinformado» que está. Por si no fuera ya evidente, todo el mundo ahora sabe que Estados Unidos carece de orientación estratégica y liderazgo ejecutivo coherente.

De hecho, muchos aspectos de este annus horribilis estadounidense hacen pensar en los últimos años de la Unión Soviética, comenzando por la intensificación del conflicto social y político. En el caso soviético, rivalidades étnicas y aspiraciones nacionales en pugna que llevaban mucho tiempo suprimidas no tardaron en salir a la superficie y empujaron al país a la violencia, la secesión y la desintegración. En Estados Unidos, la respuesta de Trump a las protestas nacionales contra el racismo, la brutalidad policial y la desigualdad fue atizar todavía más la histórica división racial del país. Y como las estatuas de Lenin durante el colapso del imperio soviético, hoy en casi todas partes se derriban estatuas de líderes confederados.

Otra semejanza tiene que ver con la economía. La Unión Soviética tenía un enorme y complejo aparato de planificación y asignación de recursos que atraía a las personas mejor preparadas de la sociedad, sólo para terminar dedicándolas a tareas improductivas y con frecuencia destructivas. Estados Unidos tiene Wall Street. Claro que el vasto sector financiero estadounidense no es lo mismo que el Gosplán (el comité soviético de planificación estatal), pero como muchas veces extrae más valor del que crea, ningún debate sobre la asignación de recursos puede pasarlo por alto.

Hasta el momento mismo del derrumbe del sistema soviético, pocos lo creían posible. Al evaluar la situación del sistema estadounidense, es importante recordar que los economistas no son muy buenos haciendo predicciones. La disciplina entera se basa en extrapolar las condiciones presentes, bajo el supuesto de que los fundamentos subyacentes del objeto de análisis no cambiarán. Con plena conciencia de lo irreal y absurdo de este supuesto, los economistas, a la manera de los teólogos medievales, suelen envolver sus pronósticos en jerga y vocabulario abstruso. No hace falta saber latín para invocar el ceteris paribus («a igualdad de otras condiciones») como premisa de una proyección.

En vista de lo habitual de esta práctica, hay que prestar mucha atención cuando un pronóstico a largo plazo contrario a la intuición al final resulta corroborado. A fines de los sesenta, el economista Robert A. Mundell formuló tres predicciones: que la Unión Soviética iba a desintegrarse; que Europa adoptaría una moneda única; y que el dólar seguiría siendo la moneda internacional dominante. Como poco después el sistema de paridad (patrón oro) se derrumbó y el dólar se depreció, estas predicciones parecieron descabelladas. Pero al final, Mundell acertó en las tres.

Sin embargo, las circunstancias a las que el dólar debe su larga hegemonía ahora están cambiando. La pandemia de COVID‑19 impulsa una forma de globalización más digitalizada. Mientras el movimiento transfronterizo de personas y bienes se derrumba, la información fluye como nunca, preanunciando una economía cada vez más etérea.

Además, la administración Trump lleva tres años y medio alentando una reacción contra su instrumentalización agresiva del dólar con fines políticos. Las sanciones financieras y secundarias eran muy eficaces en su forma original, cuando se dirigían contra pequeños actores malignos aislados, como Corea del Norte. Pero su despliegue en mayor escala contra Irán, Rusia y empresas chinas resultó contraproducente. No sólo Rusia y China, sino también Europa, se apresuraron a tomar medidas para desarrollar mecanismos de pago y liquidación internacional alternativos.

También se está dando un veloz desarrollo de sistemas de pago digitales no estatales, en particular allí donde el Estado es débil, no genera confianza o carece de credibilidad. Es probable que la revolución de los sistemas de pago sea más rápida en los países pobres, por ejemplo en África o en algunas ex repúblicas soviéticas. Las nuevas tecnologías digitales ya ofrecen a estas sociedades medios para pasar de la pobreza y el subdesarrollo institucional a la complejidad institucional y al terreno de la innovación y la prosperidad.

La duradera condición central del dólar fue reflejo de la demanda internacional de un activo seguro, líquido y con profundidad de mercado. Pero esa condición desaparecerá cuando surjan activos seguros alternativos, sobre todo si sus proveedores no son estatales. Y en particular, el largo reinado del dólar sobre el sistema financiero internacional dependía de que Estados Unidos mantuviera la estabilidad económica, la credibilidad financiera y la apertura cultural. Ahora que las disfunciones del sistema estadounidense están quedando al descubierto, es posible que el resto del mundo empiece a cuestionar su competencia y eficacia estatal básica.

La crisis de la COVID‑19 es un buen ejemplo. En cuanto a cantidad de casos y muertes, y a la eficacia en la contención del virus, el desempeño de Estados Unidos ha sido deficiente en comparación con la mayoría de los países (incluidos todos los desarrollados). Bajo el presidente Donald Trump, Estados Unidos se ha vuelto un ejemplo vergonzoso ante el mundo.

En estas condiciones, el poder internacional del dólar se reducirá, y puede que empiece a parecerse al viejo rublo soviético, incluso si se produce un cambio radical de liderazgo y estrategia. Al fin y al cabo, Mikhail Gorbachev no sucedió a Brezhnev de inmediato, y para cuando llegó al poder e introdujo la perestroika, ya era demasiado tarde: la enfermedad se había vuelto terminal.

1 de julio 2020

Traducción: Esteban Flamini

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/american-decline-under-trum...

Populismo Correcaminos

Harold James

Pocas veces a la economía populista le ha ido tan bien. La economía estadounidense ruge, la bolsa se dispara y el proteccionismo de la administración Trump aparentemente ha tenido un impacto insignificante en el crecimiento. La máxima de Trump de que “las guerras comerciales son buenas” inclusive parece estar sentando bien a nivel político, confundiendo a algunos de sus críticos. Todavía insisten en que los aranceles no son deseables en general, pero ahora admiten que este tipo de medidas podrían ser apropiadas y útiles para bloquear el ascenso de China.

Un paisaje similar ha surgido en Europa, donde el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y el líder de facto de Polonia, Jarosław Kaczyński, están atravesando un buen momento gracias al pleno empleo y la escasez de mano de obra. En estas condiciones, uno de los argumentos más fuertes de los populistas es simplemente señalar que todas las advertencias de la elite globalista, los cosmopolitas de Davos, lo neoliberales y los multimillonarios sobre los peligros de la economía populista eran puros inventos. Los británicos a favor de quedarse en el Brexit detrás de “Proyecto Miedo” sobreestimaron los costos del Brexit; la economía del Reino Unido no ha colapsado después de todo.

Pero, por supuesto, es sólo una cuestión de cuándo llegará el ajuste de cuentas económico, no de si se producirá o no. El populismo no tiene que ver solamente con promesas de darle más a más gente; pero, sin esas promesas, todos los elementos culturales del populismo parecerían sencillamente caducos y reaccionarios. Y ni a los reaccionarios les gusta la política reaccionaria si los lastima en la billetera.

En Estados Unidos, el factor decisivo en las elecciones parlamentarias de mitad de mandato en noviembre dependerá de si el entusiasmo sobre el estado de la economía es lo suficientemente fuerte como para compensar la desaprobación generalizada del estilo personal y la retórica divisiva, sexista y racista de Trump. Sin embargo, es precisamente en torno a esta cuestión donde se desmorona la sabiduría convencional.

El liberalismo económico clásico supone que las malas políticas serán castigadas inmediatamente con malos resultados. En los últimos 25 años, los vigilantes del mercado de bonos han sostenido que los mercados financieros omniscientes y con visión de futuro siempre anticiparán las consecuencias futuras de las políticas populistas e impondrán primas de riesgo. Según esta lógica, en la medida que aumentan los costos de endeudamiento, los gobiernos populistas no podrán cumplir con sus promesas imprudentes, y la cordura y la ortodoxia finalmente regresarán.

Los economistas que estudian el populismo por lo general extraen lecciones de América Latina, donde los episodios pasados de un exceso de promesas nacionalista han derivado rápidamente en gigantescos déficits fiscales que no se podían financiar. En estos casos, la economía populista siempre produjo ciclos de inflación, depreciación de la moneda e inestabilidad, porque los mercados financieros globales y otros agentes externos eran escépticos desde el principio.

El problema es que la experiencia latinoamericana no es universal. Los mercados de bonos no son tan predecibles como muchos parecen creer; tampoco se puede confiar en ellos como una máxima fuente de disciplina. Como los mercados en general, los mercados de bonos pueden ser capturados por un discurso popular (o lo que eufemísticamente podría llamarse el manejo de las expectativas) que sobreestima las perspectivas de un determinado desenlace.

Al igual que hoy, en el período entre guerras hubo liberales que predecían que la respuesta poco convencional a la Gran Depresión terminaría de manera trágica, sólo para quedar expuestos como transmisores de mentiras cuando sus profecías no se concretaron en lo inmediato.

La respuesta más extrema a la Depresión vino de la Alemania de Hitler. Los nazis no se perdían oportunidad de hacer alarde de la rapidez con que sus programas habían acabado con el desempleo y construido nueva infraestructura. El gobierno alemán mantenía la inflación bajo control a través de un precio excesivo y de controles salariales, y se hablaba mucho de un milagro económico.

Para muchos analistas convencionales, el aparente éxito de los nazis a la hora de desafiar a la ortodoxia económica parecía una ilusión. Los críticos fuera de Alemania sólo veían un sistema de gobierno profundamente inmoral que perseguía un proyecto destinado al fracaso. Tenían razón sobre la inmoralidad, por supuesto; pero estaban equivocados respecto de la inminencia del colapso económico del proyecto.

En 1939, el economista Claude Guillebaud de la Universidad de Cambridge publicó La recuperación económica de Alemania, que sostenía que la economía alemana era muy robusta y no colapsaría como consecuencia de una sobrecarga o un sobrecalentamiento en caso de un conflicto militar. Guillebaud fue muy vilipendiado. The Economist, ese bastión del liberalismo clásico, lo ridiculizó en un análisis inédito de dos páginas, donde concluía que ni siquiera el responsable de la propaganda nazi Joseph Goebbels podría haber mejorado su interpretación. Su trabajo, lamentaban los editores, era emblemático de una “tendencia peligrosa entre los economistas democráticos a prestarse al juego de los nazis”.

Guillebaud también fue execrado por otros académicos que eran mucho más famosos que él, como el economista británico Dennis Robertson. Y, sin embargo, Guillebaud estaba esencialmente en lo cierto: la Alemania nazi no era una economía al borde del colapso, y las potencias occidentales habrían hecho bien en empezar a movilizar una defensa apropiada.

El debate contemporáneo es similar. Los antecedentes de una economía populista en Europa no son ni particularmente malos ni particularmente sobresalientes. Más precisamente, los populistas de hoy se han beneficiado de una recuperación general que comenzó antes de que aparecieran en escena. Cuando se produzca la próxima crisis, rápidamente se darán cuenta de que sus propias políticas imprudentes han limitado seriamente su capacidad de respuesta. En ese momento, Orbán, Kaczyński y otros populistas centroeuropeos tal vez decidan buscar opciones más agresivas.

Si el populismo tuviera un avatar, sería El Coyote, el personaje inmortal de dibujos animados que, en su persecución inútil del Correcaminos, siempre corre hasta el borde de los acantilados sin detenerse, suspendido por la lógica de su propia creencia. Finalmente, se da cuenta de que no hay piso bajo sus pies y cae. Pero eso nunca sucede de inmediato.

En los años 1990, cuando Rusia sentía el pinchazo de las reformas económicas, el provocador político ruso Vladimir Zhirinovsky preguntó: “¿Por qué deberíamos infligirnos sufrimiento a nosotros mismos? Hagamos sufrir a otros”. El máximo peligro del populismo nacionalista siempre se revela cuando se produce un contratiempo. Cuando las cosas empiezan a ir mal, la única manera de salir adelante es a costa de los demás.

Como en el pasado, cuando termine la ilusión de la expansión económica indolora de hoy, la política regresará al frente, y las guerras comerciales pueden conducir a despliegues de tropas.

Octubre 2, 2018

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/road-runner-populism-wile-e...