Hace años, medio en broma, medio en serio, me declaré “gerontofílica”. No es un término muy elegante, lo sé, pero es la verdad más sincera. Mis círculos de amistad están salpicados de canas brillantes y arrugas llenas de historias, y hasta me casé con un hombre que me dobla la edad. Mis fiestas de cumpleaños son un maravilloso desfase generacional donde los septuagenarios y octogenarios comparten con igual entusiasmo los mismos perros calientes que los treintañeros. Esta cercanía con quienes llevan el doble de camino recorrido no ha sido solo un privilegio, sino una lección de vida que me ha obligado a abrir los ojos ante una realidad desgarradora que muchos ignoran: la de una generación entera de sabios, pilares de nuestro país, viviendo en una orfandad silenciosa y profundamente injusta.
Esta sensibilidad se agudizó hace unos años con una confesión de una profesora universitaria jubilada, viuda y sin hijos. Me contó, con una sonrisa que no ocultaba la tristeza, que tenía un grupo de WhatsApp con tres amigas en su misma situación. Su ritual diario e impostergable: un simple “Buenos días” cada mañana. No era para compartir chistes o noticias, sino para cumplir con la misión más básica y crucial: confirmar que todas habían amanecido vivas. Esta práctica de sororidad y cuidado mutuo, tan bonita como desgarradora, es algo que ahora aplico con mi propia gente que vive sola. Un mensaje que dice “¿Todo bien?” y que en el fondo pregunta “¿Sigues estando?”.
Pero la soledad no es solo patrimonio de quienes no tuvieron hijos. Otro amigo, un profesor octogenario con una energía contagiosa que aún da clases y patea un balón de fútbol, me compartió la anécdota que me partió el corazón en mil pedazos. Me confesó que la primera vez que pudo abrazar a su nieto, el niño ya tenía tres años. Ahora, desde la insondable distancia, intenta enseñarle a patear un penalty a través de una pantalla de teléfono. Ese abrazo postergado y ese fútbol virtual son el símbolo de un vacío que comparten millones de familias.
Y es que estamos hablando de un éxodo de más de 9.000.000 de venezolanos, una diáspora que supera en magnitud a las causadas por guerras recientes. Detrás de cada número hay un abuelo o una abuela cuyo nido no solo quedó vacío, sino que perdió su razón de ser. A esta soledad afectiva, en el caso específico de los profesores universitarios, se suma un abandono estatal que raya en lo cruel. Un maestro que dedicó su vida a formar a los profesionales que sacan adelante al país (dentro y fuera de él), recibe una pensión que no alcanza los 5$ mensuales. Es la misma miseria que gana un profesor activo. Los bonos de compensación del gobierno son un parche insuficiente para una hemorragia existencial; no alcanzan ni para sobrevivir, mucho menos para vivir con dignidad.
Algunos, con una resiliencia admirable, se reinventan: dan clases en universidades privadas, ofrecen asesorías, cualquier cosa por mantenerse a flote. Pero los que no pueden, ya sea por salud o por las circunstancias, dependen de las remesas de esos hijos que echan de menos. Por eso, no es raro ver constantes campañas de crowdfunding para costear medicinas absurdamente caras o tratamientos médicos que el sistema público no provee.
Recuerdo vívidamente cuando una cadena en redes sociales pidiendo comida para un profesor jubilado de la Escuela de Comunicación Social encendió una chispa. Esa fue la semilla de un programa de alimentación y asistencia directa que, gracias a donaciones y al trabajo incansable de la trabajadora social del IPP, logró atender a más de 120 profesores en situación de vulnerabilidad alimentaria. Descubrimos una paradoja cruel: muchos de estos profesores, que en la Venezuela de antaño pudieron comprar sus viviendas en zonas de clase media o media alta de Caracas, ahora estaban atrapados en desiertos alimentarios. En esos urbanismos no hay iglesias repartiendo sopa, ni ONG con sus mercados, y la famosa bolsa CLAP, el mecanismo estatal de alimentos, rara vez llega.
A esto se le sumó, en su momento, la soledad impuesta por la COVID-19, que en una sociedad caribeña como la nuestra, donde el tacto y el abrazo son gramática del cariño, fue un golpe brutal. Y justo cuando empezábamos a recuperar el contacto, una nueva ola migratoria comenzó: los hijos que se fueron hace 5, 10 o 15 años y ya están establecidos en el exterior, ahora se llevan a sus padres. Si bien es una alegría que se reúnan, esta salida está desmantelando las redes de amistad y apoyo mutuo que estas generaciones habían logrado tejer. Los que se quedan, ya sea por convicción o porque no pueden irse, están cada vez más solos.
Ante este panorama, no basta con la conmiseración o los lamentos. Como sociedad, estamos frente a una encrucijada moral. La generación que construyó el país del que hoy nos alimentamos no puede ser abandonada a su suerte en la meta final. Estar pendientes ya no es una opción, es un deber cívico y humano. Pero debemos ir más allá del asistencialismo: tenemos la obligación de construir, desde la comunidad, redes de compañía activa, de afecto concreto. Llamarlos, visitarlos, incluirlos, escuchar sus historias no como reliquias del pasado, sino como semillas para el futuro. En un país que se fragmenta, tejer estos hilos de cuidado es el acto político más revolucionario. Es la resistencia última: la que defiende, contra viento y marea, que nuestra humanidad se mide por el respeto y el amor que les brindamos a quienes ya dieron todo. Exijamos políticas públicas, sí, pero no esperemos por ellas. La reparación de este tejido social comienza con un abrazo, una llamada, una visita. Comienza hoy, con uno de ellos.