Fernando Mires
Sobre líderes y liderazgos
De la guerra híbrida a la política híbrida
Venezuela, más allá de su tristeza
Irán-Israel: de la guerra indirecta a la guerra directa
¿Hacia el fin de la democracia?
Fervor mesiánico y razón política
Paz armada
Desde que tuvieron lugar las guerras médicas (Atenas contra los persas) y las del Peloponeso (las tres guerras entre Atenas y Esparta), pasando por las invasiones bárbaras que terminaron derribando a gran parte del imperio romano (cuyo espíritu continuó existiendo en los reinos y conventos de Europa) hasta llegar a nuestros días, cuando las antidemocracias (en sus más diversas formas) erigen a partir de la guerra de invasión a Ucrania un muro en contra de las naciones democráticas, la brecha parece ser la misma: la que separa a las naciones políticamente organizadas de los regímenes autocráticos y dictatoriales de la tierra.
Leyendo las guerras del Pelopenoso según Tucídides es posible llegar a la conclusión de que la derrota final sufrida por Atenas se debió en gran parte a que Esparta estableció un sistema de alianzas con naciones antidemocráticas (o bárbaras) formando la Liga del Peloponeso, algo que no intentó hacer la elitista Atenas en su bloque político-militar organizado en la Liga de Delos. La deducción general es que Atenas, como sucedería en versión ampliada con Roma después, fue derrotada por el avance de la barbarie en contra de la civilización política.
Atenas fue odiada por las naciones antidemocráticas del mundo antiguo, como hoy lo son los EE UU y los países europeos por los gobiernos de las naciones más antidemocráticas del mundo moderno.
Los tres niveles del desarrollo geo-estratégico
Escribo estas líneas en los momentos en que las dos principales dictaduras del siglo XXI, la rusa y la china, secundadas por un bloque de dictaduras y autocracias de diversos matices ideológicos (Irán, Corea del Norte, Arabia Saudita) y uno que otro gobierno tecnocrático de ese semi-Occidente llamado América Latina, señalan al Occidente político como enemigo fundamental al que será necesario doblegar en tres niveles: el económico, el ideológico y el militar.
En el nivel económico, los países dominantes del bloque antioccidental (en estricto sentido, antidemocrático) han sacado del baúl de los recuerdos las alianzas tercermundistas de las que se sirvieron en el pasado reciente la Rusia estalinista y la China maoísta. El objetivo de ambas potencias apunta –tanto hoy como ayer– a movilizar a diversas naciones económica y políticamente subsedarrolladas en contra de EE UU y sus aliados, ocultos esta vez en nuevos disfraces, como «el sur global» en lo geopolítico y Brics en lo económico. La meta del socialismo mundial que nunca iba a existir ha sido sustituida por la multipolaridad en contra de una unipolaridad que nunca existió.
Cabe recordar que durante la guerra fría el mundo fue bipolar (en su expresión norteamericana, «mundo libre versus comunismo», y en su expresión ruso-china- «socialismo versus capitalismo»). Después del cisma chino, fue tripular. Las revoluciones anticomunistas de 1989-1990 devolvieron al mundo a una bipolaridad expresada en dos economías capitalistas: la del capitalismo liberal euro-norteamericano y sus ramificaciones sudasiáticas, y la del capitalismo estatal, encabezado por China.
Actualmente el proyecto chino apunta a reconstruir una bipolaridad donde naturalmente China ocuparía un lugar dominante, partiendo desde su poderosa economía, hasta llegar a influir en los países más pobres de la tierra (casi todos gobernados por dictaduras) a fin de controlar las instituciones mundiales, no solo económicas (Banco Mundial) sino también políticas, incluyendo dentro de estas a la propia ONU. No deja de llamar la atención que gran parte de los gobiernos que buscan cobijo económico bajo China, en instituciones aparentemente tecnocráticas como Brics, han sido sancionados por la ONU por sus constantes violaciones a los derechos humanos.
En el nivel ideológico, las dos naciones hegemónicas en la actual guerra caliente y fría en contra del Occidente político, China y Rusia, encabezan una contraofensiva cultural de carácter global, disfrazada de anti- norteamericanismo, pero dirigida en contra de valores que hoy dan vida al occidente político.
Apelando a antiguas teorías occidentales (Spengler y Toymbee, reactualizadas por filósofos neofascistas como el ruso Alexander Dogin) las megadictaduras presentan la lucha en contra de las democracias bajo la forma de antioccidentalismo cultural. En gran medida se trata de anteponer los supuestos valores sacros del no-Occidente (nunca se definen como Oriente) en contra de lo que ellos llaman decadencia de las formas occidentales de vida, expresadas en el «libertinaje sexual», en la degradación de las costumbres, y en todo lo que sea producto de las libertades conquistadas durante el periodo de la modernidad euro-americana.
Según Xi Jinping, el ser humano no debe buscar la libertad sino la felicidad, entendiendo por ella lo que decida el PCCH como felicidad. Putin reivindica la ortodoxia cristiana, Orban el catolicismo fundamentalista. Los monjes iraníes y los príncipes petroleros saudíes, la pureza machista de un Islam ideológico. Y así sucesivamente.
De una manera u otra, y no es casualidad, las principales potencias antioccidentales apelan a los fundamentos prepolíticos de las antiguas teocracias en contra de las por ellas vista como perversa democracia occidental. Para el siniestro monje Xiril por ejemplo, el genocidio cometido por el régimen de Putin en Ucrania es un castigo a los infieles, o en sus propias palabras: una cruzada.
En el nivel militar, todos los poderes autocráticos del mundo han definido a la OTAN como el brazo armado del imperialismo norteamericano. En esa definición coinciden los sectores más reaccionarios con los harapientos restos de la izquierda «revolucionaria» occidental que sobrevivió a la gran revolución democrática y antisoviética de Europa del Este de los años 1989-1990.
Para Putin y los putinistas la guerra en contra de Occidente es una respuesta a la expansión de la OTAN, sin mencionar por supuesto que esa expansión fue la consecuencia de otra expansión: la de las democracias, en dos grandes olas europeas: la de Europa del Sur, que arrasó con las dictaduras militares española, portuguesa y griega, y la de Europa del Este, que todavía continúa en países como Ucrania y Georgia. Efectivamente, la expansión de la OTAN no comenzó, venía de antes, y con el fin de las dictaduras comunistas, solo continuó avanzando.
O de otro modo: La OTAN, desde los tiempos de Stalin frente a cuyo imperio surgió, ha vivido en permanente proceso de expansión, pero siempre a la zaga de la expansión de la democracia europea. Si no hubiera sido por la OTAN, Turquía y Grecia habrían sido partes del imperio soviético. Gracias a la protección de la OTAN, la democracia pudo renacer en los países anexados por la URSS. Pero, a la vez, los EE UU no han forzado a ninguna nación a ingresar a la OTAN, aceptando incluso la no incorporación de Ucrania a pedido de la condescendiente UE, contraviniendo las aspiraciones de tres gobiernos ucranianos.
Si Ucrania hubiese ingresado a la OTAN desde los momentos de su independencia (1991) Putin no se habría atrevido a invadirla. Los hechos hablan por sí solos: así como la OTAN nunca ha atacado a una nación europea, Putin no se ha atrevido hasta ahora a atacar directamente a ningún país miembro de la OTAN
Frente al nacimiento de la OTAN, como es sabido, surgió el llamado Pacto de Varsovia, destinado a defender al «socialismo» de las agresiones norteamericanas y europeas, aunque solo sirvió para aplastar revoluciones democráticas nacionales como en Alemania (1954) Hungría (1956) y Checoeslovaquia (1968) o, en su defecto, para amenazar a las disidencias de Europa del este, como ocurrió en Polonia.
La gran coalición anti-democrática mundial
Hoy las naciones antidemocráticas del mundo no se han dotado de un pacto «a la Varsovia», pero es evidente que existe una intensa cooperación militar entre cuatro dictaduras atómicas: China, Corea del Norte, Rusia e Irán. En estos mismos momentos, Rusia y China buscan, bajo el pretexto de la ampliación comercial, y contando con el visto bueno de gobiernos irresponsables (y económicamente dependientes de China, como el del brasileño Lula), una mayor relación militar con las dictaduras africanas.
Rusia e Irán mantienen además, no solo relaciones económicas sino también militares con regímenes antidemocráticos de América Latina, entre ellos Cuba, Nicaragua y Venezuela.
En términos directos: Occidente enfrenta no tanto a una expansión económica de Rusia y China sino –diríamos, antes que nada– una expansión militar proveniente en estos momentos de la Rusia de Putin y apoyada con poca discreción por la China de Xi Jinping. Todo eso significa que la OTAN, nacida como alianza atlántica, se verá obligada, más temprano que tarde, a asumir nuevas configuraciones geoestratégicas, más allá del espacio originario, construido para detener la expansión soviética. En palabras simples: frente a una amenaza militar global se requiere de una nueva alianza democrática militar global, la que de hecho existe, aunque de modo extremadamente informal. No está claro cómo y cuáles serán las formas de esa nueva alianza, pero, siguiendo una lógica geográfica, podríamos decir que, si bien la OTAN puede ser el punto originario, servir como modelo, y actuar como base de coordinación, no se trata en ningún caso de una expansión de la OTAN euroamericana, sino de formaciones políticas militarmente defensivas organizadas en espacios geoestratégicos diferentes.
Más allá de la OTÁN
La OTAN debe seguir cumpliendo sus tareas en el espacio atlántico, de eso no cabe duda. Pero hay otros espacios donde la OTAN no puede ni debe actuar porque simplemente no le corresponde. De eso son conscientes los gobiernos de países democráticos no afiliados a la OTAN. En esa dirección, el acuerdo trilateral de agosto del 2023 firmado por el presidente Joe Biden, el primer ministro japonés Fumio Kishida y el presidente surcoreano Yoon Suk-yeol, adquiere un carácter paradigmático.
Hay y habrá más acuerdos similares, entre los EE UU, Australia y Nueva Zelandia. Incluso, si Cuba, Nicaragua, e incluso Venezuela continúan recibiendo apoyo y asesoría militar de las dictaduras rusa, china, e iraní, no está descartada la posibilidad de que los EE UU intensifiquen sus relaciones militares con los gobiernos más democráticos del subcontinente.
Naturalmente, para los representantes de la lumpen-izquierda-global, la presencia de los EE UU en las diferentes configuraciones militares defensivas, constituyen una prueba de la expansión del imperialismo norteamericano. Sin embargo, hay un hecho objetivo: así como China hegemoniza en este momento al bloque antidemocrático mundial en un sentido económico que quiere ser político y militar, el bloque democrático no puede renunciar a la hegemonía militar norteamericana, aunque sea por una simple razón: EE UU es la primera potencia económica y militar del mundo y, por el momento, una nación democrática con la que la mayoría de las naciones democráticas, no solo occidentales, mantienen vínculos históricos de larga data.
Por esa razón hay que tener en cuenta otro hecho objetivo: no todas las naciones democráticas tienen los mismos intereses y luego, no todas tienen los mismos enemigos inmediatos. En ese punto no se equivoca Emmanuel Macron. Europa no puede ni debe seguir todos los pasos geoestratégicos que emprendan los gobiernos de los EE UU, más todavía si, como ya sucedió con Bush Jr., esa nación puede llegar a ser gobernada por gobiernos erráticos, como podría ser el de un impredecible Trump o el de un fanático fundamentalista cristiano como De Santis.
Hegemonía, dicho en términos gramscianos, no significa dominación sino primacía. Pero a la vez, si como piensa Macron, Europa requiere de una mayor autonomía geoestratégica de los EE UU, debe al menos cumplir con sus tareas en el plano militar. Probablemente una Europa Unida nunca será una enorme potencia militar, pero debe, por lo menos, llegar a la altura suficiente como para emprender tareas defensivas frente a amenazas como son las que provienen de la Rusia de Putin, sin requerir siempre de la ayuda norteamericana, posibilidad que han comprendido perfectamente los países bálticos, los países escandinavos, Holanda, e incluso la tímida Alemania, al aumentar notablemente los presupuestos destinados a la defensa militar.
Es lamentable decirlo: la paz es un valor supremo, pero precisamente porque lo es, debe ser también, se quiera o no, una paz armada.
Eso al menos lo sabían los atenienses, maestros en el arte del pensar, pero también en el de la guerra. Nunca –es un ejemplo- hubo un ser más pacífico que Sócrates. Pero cuando llegó el momento, no vaciló en alistarse en los ejércitos de su amada polis.
Vivimos un instante de la historia muy parecido al que se dio en el mundo griego antiguo, el de la contradicción entre democracias y autocracias –en ese punto Joe Biden tiene razón– lo que no significa por supuesto que las naciones democráticas deben declarar hostilidad a todos los gobiernos no democráticos de la tierra. El desarrollo político de la humanidad es extremadamente desigual y en ese desarrollo las democracias siguen siendo minoría.
Como señaló Alexis de Tocqueville en De la Democracia en América, las luchas por las necesidades no llevan necesariamente a la democracia sino, muchas veces –hay tantísimos ejemplos– a regímenes más dictatoriales que los anteriores. Las luchas por las libertades –como ocurrió en Europa del este– son las que pueden llevar a la democracia.
El gobierno chino lo ha entendido perfectamente. Después de asegurar un núcleo de semipotencias regionales organizadas económicamente en el Brics, China se apresta a integrar en ese bloque a naciones pobrísimas a cuyos gobiernos otorgará créditos a bajo interés a cambio de apoyo político en las instituciones mundiales (además de asegurar posesión sobre una enorme cantidad de materias primas). En el área de la política internacional –como la Esparta de ayer– China está demostrando poseer más habilidad que las Atenas de hoy, privilegiando alianzas con naciones en bancarrota, o con democracias muy precarias, a las que los griegos y después los romanos llamaban «pueblos bárbaros».
La política internacional también es política, y la política hay que hacerla no solo con los que más nos gustan sino –sobre todo– con los que menos nos gustan. Más todavía si se piensa que el sector democrático global tiene muchos más recursos que China o Rusia para atraer hacia sí el apoyo de los habitantes de las naciones rezagadas. Las grandes migraciones de nuestro tiempo, es un ejemplo muy claro, enfilan hacia los centros democráticos, nunca lo harán hacia Moscú o Peking. Muchos solo quieren sobrevivir, y nadie puede criticarlos por eso.
Pero también hay quienes se sienten atraídos por la libertad de un mundo donde todas las culturas y religiones pueden convivir; donde existe la posibilidad de decir lo que se piensa; donde el sexo, tanto el biológico como el electivo, no es monopolio de fanáticos entronizados en el poder; donde la vida es un bien y no una maldición.
La libertad de ser lo que se es o se quiere ser, nacida en occidente, es una pandemia muy contaminante. Por lo mismo, la democracia es un enorme capital político. La democracia (o sea la libertad políticamente organizada) es una forma de gobierno, pero es también un modo de vida. Eso lo saben las potencias antidemocráticas. Por eso buscan suprimirla, tanto dentro como fuera de sus naciones.
La paz deberá ser una paz política, así lo pensó Kant en Paz Perpetua. Pero también, mientras la libertad política no sea universal, deberá ser una paz armada. Hay veces en las que los tiranos –Putin es hoy uno de ellos– no entienden ningún otro idioma que no sea el de las balas.
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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
Todos somos Argentina
Fuera de Argentina existe la creencia de que todo lo que sucede en ese país es exclusivamente argentino, y que lo que ahí pasa en política nada tiene que ver con los que pasa en otros países no solo latinoamericanos, sino del mundo entero. Sucede así desde los tiempos de Perón y Eva, como si los peruanos no hubiesen tenido a su Fujimori y al suicida Alan García; los brasileños al suicida Getulio o los italianos a su Mussolini a quien Perón admiraba (e imitaba) con cierta devoción, todos diferentes pero todos demagógicos y estrambóticos a rabiar. Hoy pasa lo mismo con el estrambótico Milei, como si hubiera sido el primer estrambótico aparecido sobre el planeta. Pero no es así.
Milei surge poco después (entre otros) de Bolsonaro, Trump, Chávez, y estos fueron precedidos en su estrambotismo (anoten el término) por el no menos estrambótico (ni menos ultraderechista) Berlusconi en Italia y por el fachoso Jean Marie, padre de Marine Le Pen en Francia.
En fin, lo que parece ser muy nuevo no deja de ser muchas veces –podría haber escrito Clausevitz– la continuación de lo viejo bajo otras formas.
¿Qué es lo que quiero señalar con estas comparaciones? Algo simple: que los resultados de las primarias argentinas del 13 de agosto del 2023 cuadran –por cierto en formato argentino, no va a ser japonés– con tendencias políticas que predominan en la mayoría de los países en donde tienen lugar elecciones periódicas y libres (o sea, en Occidente). Para que se entienda mejor: intento señalar que los electores argentinos –incluyo naturalmente a los que votaron por Milei– no son anormales, sino ciudadanos que más o menos se ajustan a la media del barómetro político occidental.
Siendo escuetos, las primarias argentinas mostraron lo siguiente:
*Avance de la ultraderecha hacia el centro, sin dejar de ser extrema (lo que en la geometría es imposible pero en política, cada vez más frecuente)
*Crisis hegemónica al interior de las derechas, en donde será debatida la primacía entre la derecha clásica o tradicional y la derecha populista.
*El declive de un populismo al que se llamaba de izquierda y el aparecimiento de un populismo al que hoy se llama de derecha.
*La aparición de un líder carismático, desde el punto de vista económico ultraliberal; desde el punto de vista político, anárquico; desde el punto de vista cultural, ultraconservador.
Veamos al fenómeno antes de pensarlo
Los extremos, como todas las formaciones políticas, pueden ser minoritarios o mayoritarios. En las primarias argentinas, un extremo, el de Javier Milei y su La Libertad Avanza (LA) llegó a ser mayoritario (30%), relegando a un tercer lugar al extremo de izquierda o peronismo o kirchcherismo (27%), y dejando en el medio a la derecha formal, Juntos por el Cambio (JxC), de la ex peronista y hoy derechista Patricia Bullrich (28.7%). De este modo, después de la segunda vuelta (en Argentina a la primera vuelta la llaman primarias, las PASO) el partido de la derecha tradicional se convertirá en el factor determinante.
Una posición que no sabemos si llamar incómoda o privilegiada, pues sea cual sea la decisión de Bullrich, concordar con Sergio Massa o con Javier Milei, tendrá que aceptar una cierta –puede ser más que una cierta– entrega de sus propias fuerzas, hacia uno u otro lado de «la grieta» (así la llaman). De modo que, lo que más puede intentar Bullrich, será ganar para sí el apoyo de algunos sectores liberales del partido de gobierno para que la apoyen como abanderada de un bloque centro-izquierda (algo muy improbable y por eso mismo posible), o como abanderada de una derecha surgida de la alianza entre la derecha-derecha y la derecha extrema del mal llamado «libertario» Milei.
¿Estamos insinuando que en estos momentos en Argentina podría darse una situación relativamente parecida a la que está viviendo hoy España? Sí.
En España lo más lógico habría sido que después de una situación de empate hubiera tenido lugar una coalición entre el PSOE de Sánchez y el PP de Feijoo, es decir, una alianza entre «los dos partidos de Estado» (Feijoo, dixit) semejante a la que se dio en Alemania bajo los gobiernos de Angela Merkel, dejando en las afueras a los extremos de izquierda y de derecha.
Pero ni en España hay alguien parecido a Angela Merkel, ni los tiempos de hoy son los de Angela Merkel. De modo que en la madrastra patria solo quedan dos posibilidades: o Sánchez logra una victoria pírrica al convertir al separatista prófugo Puigdemont en voz decisiva de la nación (es lo que está ocurriendo), o Sánchez cede el paso a un gobierno nacional dirigido por el PP y apoyado, a nivel comunal y regional, por el VOX del descentrado Santiago Abascal. Para el PSOE, un drama: o gobiernas sin principios, o te vas a la oposición a juntarte con la ultraizquierda en un frente amplio contra «el neofranquismo». La semejanza con Argentina podría ser aún mayor en el tiempo. Pero aquí también debemos anotar una diferencia importante.
La diferencia es que en Argentina el extremo de la derecha es primera mayoría, pero las cartas sobre la mesa las tiene la segunda mayoría, la que liderará desde ahora Bullrich, muy bien secundada por su ex rival interno, el alcalde de Buenos Aires Horacio Rodríguez Larreta. El problema electoral de la nación argentina entonces, se da entre dos derechas. Un problema que será más o menos complicado para Milei que para Bulrich, quien deberá calcular de dónde puede recibir más votos, si del peronismo o del mileísmo.
Si se da el primer caso, Bulrich puede pasar a la historia como la mujer que salvó a la Argentina de la extrema derecha. Si se da el segundo, podrá posar en la foto como la candidata de las dos derechas en contra del regreso del extremismo de izquierda. O gana o gana. Pero todo eso dependerá de los «cuántos» que aparecerán en octubre. Y esos «cuántos» pueden variar mucho de aquí a cuando llegue la hora de tomar las grandes decisiones.
En esa encrucijada, Argentina empata no con España, y sí, de modo asombroso, con su país vecino, Chile, donde ya se dio una situación muy parecida a la que comienza a vivir Argentina.
En Chile no hay primarias al estilo de las PASO pero sí hubo el 7 de mayo de 2023 elecciones para designar a los representantes de partidos que dictarán la nueva constitución. De rebote, y sin que nadie se lo propusiera, las elecciones constitucionales jugaron el papel que en Argentina jugaron las primarias del 13 de agosto: el de mostrar de modo evidente las correlaciones de fuerzas que se dan en la política nacional.
Pues bien, en esas elecciones, al igual que en Argentina, la derecha extrema a través del Partido Republicano liderado por José Antonio Kast (una persona totalmente diferente a Milei pero con un proyecto político muy similar) obtuvo la primera mayoría (35,42%). Entre las dos derechas, la republicana y la derecha-centro, suman un 58, 5% (un poco más que la suma de las dos derechas argentinas). El triunfo de ambas derechas chilenas convirtió al gobierno de Boric en un postgobierno mucho antes del fin de su mandato. De modo que, al igual que en Argentina, el problema de la nación chilena debe ser resuelto entre dos derechas. Como habiéndolo advertido antes de la elección, poco antes de que tuvieran lugar las primarias argentinas, Kast invitó a Milei a visitar Chile. Parece que los dos extremistas se entendieron bien.
Entonces habrá que repetirlo: lo que sucedió en las primarias argentinas no fue una excepción. Por el contrario, ya es tendencia. Y esa tendencia, así como van las cosas, está a punto de transformarse en regla, sobre todo si tenemos en cuenta los avances del lepenismo en Francia, del trumpismo en los EE UU, y no por último de AfD en Alemania, donde al igual que entre el PP y VOX en España, comienzan a tomar forma alianzas comunales entre la derecha extrema y la derecha conservadora cristiana (CDU/CSU).
Quién lo diría; gracias al excéntrico Melei, Argentina se está poniendo al día con el resto del mundo. Argentina, siempre tan argentina en su formación política, ha entrado en un perverso proceso de «normalización».
¿Todos somos Argentina? Todavía no, pero cada vez más, sí.
Un extremo del espectro político argentino ha conquistado el centro, arrinconando al extremo izquierdo de la gobernancia y abriendo la posibilidad para la concertación de un pacto de dos derechas. ¿Cuál de las dos dictará las condiciones a la otra? Ese es exactamente el tema: el tema de la hegemonía. Y ese también es el tema que se está debatiendo en diversas latitudes.
Para abordar el tema de la lucha hegemónica al interior de las dos derechas, parece ser conveniente intentar una mínima caracterización. La tónica general es que hay una derecha intersistemica y otra antisistémica. En Argentina, la intersistémica, reconocida también como oposición oficial, es la liderada por «la dama de hierro# Patricia Bullrich y la derecha anti (o extra) sistémica, es la liderada por Milei.
De acuerdo a una tipología en rigor, en Argentina existía –de un modo muy particular– una triada formada por los conservadores, acogidos en JxC; los liberales, repartidos entre JxC y el peronismo no izquierdista; y los socialistas (izquierda nostálgica, izquierda woke, izquierda marxista, izquierda kirchnerista, izquierda …. ).
La derecha de Milei, llamada también nacional-populista, ultra neoliberal, y por no pocos -más bien a modo de insulto- fascista, es por definición, antisistema. O lo que es parecido: no formaba parte de ninguna alianza ni de ninguna convivencia pública. Y si se impuso no fue pese, sino gracias a ser antisistema. Y como tal se asumió.
Para referirse al conjunto de la clase política Milei no vaciló en robar al Podemos español el término «la casta» y al peronismo de 2001 el lema «que se vayan todos». Dos consignas antisistémicas por excelencia.
De tal modo, se quiera o no, el movimiento de Milei ostenta un carácter subversivo cuyos alcances sociales sobrepasan lejos el tono más bien pacato de las derechas tradicionales. De acuerdo a Schuster y Stefanoni: «Como suele ocurrir con otras derechas radicales de la actualidad, Milei terminó funcionando como el nombre de una rebelión. De hecho, muchos de sus militantes no quieren abolir el Estado, comprar o vender órganos o niños, dinamitar el Banco Central ni acabar con la educación o la salud pública. Pero, como se vio en las encuestas callejeras del canal sensacionalista Crónica TV, decir «Milei», en boca de jóvenes y trabajadores precarizados, al igual que trabajadores de plataformas, terminó siendo una especie de «significante vacío» de un momento de policrisis nacional”.
Dicho en forma corta: Milei capitalizó la bronca
No obstante –y esto es lo que ha ocurrido con todos los partidos antisistémicos, sobre todo con los europeos, sean de izquierda o de derecha– nos encontramos con una notable paradoja. Y es la siguiente: Gracias a su política antisistémica han sido abiertas las puertas para que Milei pueda ingresar al sistema y con ello, sistematizarse. Pero eso, a la vez –este es el problema grave– llevaría a un proceso de re-sistematización de todo el orden político vigente.
No deja de ser importante que la primera persona que felicitó a Milei por su exitosa votación haya sido el ex presidente Mauricio Macri. Muchos, y con razón, entendieron la felicitación como una invitación a un diálogo que puede llevar a la búsqueda de una vía común de acceso al poder, dependiendo sí, claro está, de los resultados de las elecciones de octubre. Milei, tal vez loco, pero no tonto, entendió de inmediato el mensaje.
Eso quiere decir que desde aquí a octubre va a haber un diálogo intenso, cabildeos, negociaciones, amenazas, chantajes, y fiestas de encuestas que mostrarán como los votantes del partido de la derecha tradicional, entusiasmados por el triunfo de Milei, cambiarán de lado y pasarán a apoyarlo. O al revés, como sectores que apoyaban al gobierno, decidirán apoyar a JxC bajo la condición de que Patricia Bullrich no contraiga una relación de noviazgo político con Milei. Este, a su vez, debe haber advertido que, aunque su opción aumente de modo descomunal –lo que no es imposible después del empujón recibido en las PASO– caminando solo no llegará a ninguna parte. Si quiere alcanzar el gobierno deberá convertirse de anti, en intersistémico, dejando de lado algunas locuras y payasadas a las que parece ser tan adicto. Como se ve, en todas partes se cuecen habas y parece que en Argentina se cocerán más habas que en otras partes.
Puede ser que los ciudadanos argentinos ya están entendiendo que lo sucedido forma parte de una constelación global. Como en muchos países, tanto a nivel regional como a nivel global, las dos derechas argentinas deberán decidir cuál de ellas timoneará el buque político. ¿Cómo será entonces la nueva alianza de poder? Nadie lo sabe todavía. Todo está abierto, todo es incierto.
Hay un abanico de posibilidades.
Una posibilidad podría ser «a la italiana», donde Georgia Meloni, luego de aparecer como candidata con un pie dentro y otro fuera del sistema, decidió continuar la tradición política, imprimiendo a su gobierno un aire conservador y católico, pero sin llevar a cabo el proyecto putinista de Salvini y del finado Berlusconi. También está abierta la posibilidad que se da (todavía) en Francia y Alemania, a saber, que los partidos tradicionales declaren a la derecha de Milei como un partido «paria» (al estilo del Frente Nacional y de Alternativa para Alemania).
Podría darse incluso la posibilidad de que grupos de poca monta aparezcan en condiciones de inclinar la balanza hacia un lado u otro, como está a punto de suceder en España. O podría aparecer un gobierno de coalición con un conciliador Milei a la cabeza, pero que llevará, gracias al apoyo inicial de la derecha tradicional, a un desmontaje de la constitucionalidad democrática liberal, como ya intentó hacerlo Trump en los Estados Unidos, y como ya lo hicieron Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, Duda en Polonia y Netanyahu en Israel. En fin, las posibilidades son múltiples. Los designios del dios de la política son inescrutables.
Lo que sí ha quedado muy claro, es que como en muchos países –habría que incluir a la mayoría de los de Europa del Este– ha irrumpido en Argentina una nueva fuerza ultraderechista que podría colaborar en la conformación de un también nuevo orden político más allá de Argentina.
Hay nombres latinoamericanos como Bolsonaro, Bukele, Kast, incluso la venezolana Machado, que muestran que Milei no está solo. Las similitudes con otras derechas regionales son más que ostensibles. El trumpismo latinoamericano avanza a paso de vencedores.
Por eso mismo, el peligro de un Milei convertido en presidente, si bien afectará a la economía y a la sociedad, puede afectar aún de modo más decisivo a la convivencia democrática, a la paz social y así llevar a la degradación de la vida cívica e incluso a la anomia política, antesala de todo gobierno autoritario. Nadie dice que eso va a pasar, pero el peligro existe.
¿Cómo pudo haber ocurrido esto? Puede que esa sea la pregunta que formularán los historiadores en el futuro. Por ahora sabemos que el sistema político «ideal» formado por las tres vertientes de la modernidad: la conservadora, la liberal, y la socialista, ya es demasiado estrecho para contener las demandas de diversos sectores sociales y culturales, excluidos o disconformes con el orden político vigente.
Lentamente comenzamos a comprender que la similitud de forma y contenido que se da entre diversos movimientos y partidos occidentales, no es casual. La que ha llegado a Argentina es una ola antidemocrática global. Así nos la describe Carlos Pagni: «En diciembre de 2001 los argentinos protagonizaron un estallido social que envolvió a todas las capas sociales. Kirchnerismo y macrismo fueron los dos instrumentos que se dio la democracia para ensayar una reconciliación entre la libertad y la política. Al cabo de veintidós años, esas dos novedades que cubrieron todo el espacio de representación disponible, emiten señales alarmantes de agotamiento».
Hemos de aceptar al fin que estamos atravesando por una crisis de representación hegemónica.
Observamos al mismo tiempo que quienes nos dedicamos a poner orden conceptual al caos de la gramática política, carecemos de los conceptos necesarios para entender mejor lo que está pasando. Hablamos por ejemplo de una nueva derecha usando el comodín llamado «populista», pero solo para diferenciarlo de las derechas que conocíamos, tanto en sus formas conservadora como liberal. Tachamos con facilidad a Milei, o a Bolsonaro, o a Trump, o a Bukele, de locos, sin preguntarnos por qué grandes masas no solo votan por ellos sino, además, por qué los siguen con un fervor rayano en lo religioso. Algunos creen que enfrentamos a un nuevo fascismo, pero al mismo tiempo observan que a estas nuevas apariciones les falta esa razón que daba vitalidad al fascismo (y al comunismo): la promesa de un orden histórico superior.
En verdad, casi ninguno de los nuevos irracionales líderes de nuestro tiempo se enreda con temas del futuro. Si tienen algo en común es el negacionismo del presente. Representan un «no» muy fuerte y un «sí» muy débil.
«No» a la clase política (incluyendo a la derecha tradicional), «no» a las instituciones, «no» a los que prueban que hay cambio climático inducido, «no» a las libertades sexuales y de género, «no» a la legalización del aborto, «no» al feminismo, «no2 al estado social, «no» a la UE, «no» a la ONU, «no» a enviar armas a Ucrania, «no» a la globalización, «no» a las instituciones judiciales, «no» a la democracia política. Incluso la lucha en contra de la delincuencia, de por sí legítima, va acompañada de llamados a los ciudadanos «buenos, justos y morales» (y en los EE UU, blancos) a portar armas, para defender el honor de sus familias y de la patria amenazada por asociales y emigrantes.
Reducir la aparición de personajes excéntricos como Bolsonaro, Milei o Trump a una consecuencia de cambios experimentados en la estructura económica del capitalismo global, como suelen hacer los analistas profesionales, es demasiado fácil. Puede ser cierto. Pero para que esos cambios se traduzcan de modo político, deben estar cruzados con otros, entre ellos los demográficos, los culturales y, por cierto, los sociales.
«La sociedad argentina está astillada» -escribe José Natanson en un artículo publicado en las vísperas de las PASO – “No explota como en 2001 porque las organizaciones sociales contienen los reclamos y porque los gobiernos (todos los gobiernos) aprendieron a sostener una asistencia estatal mínima pero masiva. Pero revienta hacia adentro, todos los días: hay una epidemia de suicidio entre varones jóvenes de los sectores populares, aumenta el consumo de drogas, alcohol y psicofármacos, el «nihilismo político crece», «los servicios públicos se deterioran».
Crisis orgánica, diría Gramsci.
En acuerdo indirecto con otros autores, he venido sosteniendo que los deterioros que se observan en los órdenes políticos tradicionales, son reacciones a un proceso de democratización que comenzó siendo político a finales del siglo pasado, pero que también –no exentos de excesos– ha penetrado en las esferas de las relaciones personales, incluyendo las más íntimas, como son las de género, las sexuales, las familiares.
Contra eso y mucho más aparecen los movimientos negacionistas. No solo en Argentina. Si usted los combina con una inflación desatada, con el aumento de la delincuencia, con el consumo desenfrenado de drogas, con una guerra cada día más mundial, y mucho más, tendremos el mundo ideal para que aparezcan trumps y trumpitos por todas partes.
La nueva extrema derecha de masas –la vamos a llamar por ahora así– es hija del miedo. Un miedo que como todos los miedos solo puede desaparecer si conocemos sus razones. No podemos pedir a los políticos que las descubran; su tarea es otra: hacer política con lo que hay, y si lo que hay es miedo, hacer política con el miedo; a lo Milei.
Descubrir y revelar las razones del miedo social (también llamado, inseguridad) es tarea para los pensadores, sean de oficio o no. Pero ¿y si ellos también capitulan frente al miedo? Y al hacer esta última pregunta, mi teléfono suena ocupado.
Referencias:
Jose Natanson – ARGENTINA EN EL ATARDECER DE LOS LIDERAZGOS (polisfmires.blogspot.com)
Carlos Pagni – Los argentinos y la democracia, o Apolo y Dafne | EL PAÍS Argentina (elpais.com)
Fernando Mires – LA INVASIÓN DE LOS EXTREMOS (polisfmires.blogspot.com)
Twitter: @FernandoMiresOl
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
https://talcualdigital.com/todos-somos-argentina-por-fernando-mires/
Paz armada
Desde que tuvieron lugar las guerras médicas (Atenas contra los persas) - y las del Peloponeso (las tres guerras entre Atenas y Esparta), pasando por las invasiones bárbaras que terminaron derribando a gran parte del imperio romano (cuyo espíritu continuó existiendo en los reinos y conventos de Europa) - hasta llegar a nuestros días, cuando las antidemocracias (en sus más diversas formas), erigen a partir de la guerra de invasión a Ucrania un muro en contra de las naciones democráticas, la brecha parece ser la misma: la que separa a las naciones políticamente organizadas de los regímenes autocráticos y dictatoriales de la tierra.
Leyendo las guerras del Pelopenoso según Tucídides es posible llegar a la conclusión de que la derrota final sufrida por Atenas se debió en gran parte a que Esparta estableció un sistema de alianzas con naciones anti-democráticas (o bárbaras) formando la Liga del Pelopeneso, algo que no intentó hacer la elitista Atenas en su bloque político-militar organizado en la Liga de Delos. La deducción general es que Atenas, como sucedería en versión ampliada con Roma después, fue derrotada por el avance de la barbarie en contra de la civilización política. Atenas fue odiada por las naciones antidemocráticas del mundo antiguo, como hoy lo son los EE UU y los países europeos por los gobiernos de las naciones más antidemocráticas del mundo moderno.
LOS TRES NIVELES DEL DESARROLLO GEO-ESTRATÉGICO
Escribo estas líneas en los momentos en que las dos principales dictaduras del siglo XXl, la rusa y la china, secundadas por un bloque de dictaduras y autocracias de diversos matices ideológicos (Irán, Corea del Norte, Arabia Saudita) y uno que otro gobierno tecnocrático de ese semi-Occidente llamado América Latina, señalan al Occidente político como enemigo fundamental al que será necesario doblegar en tres niveles: el económico, el ideológico y el militar.
En el nivel económico, los países dominantes del bloque anti-occidental (en estricto sentido, anti-democrático) han sacado del baúl de los recuerdos las alianzas tercermundistas de las que se sirvieron en el pasado reciente la Rusia estalinista y la China maoísta. El objetivo de ambas potencias apunta -tanto hoy como ayer– a movilizar a diversas naciones económica y políticamente subsedarrolladas en contra de EE UU y sus aliados, ocultos esta vez en nuevos disfraces, como “el sur global” en lo geopolítico y BRICS en lo económico. La meta del socialismo mundial que nunca iba a existir ha sido sustituida por la multipolaridad en contra de una uni-polaridad que nunca existió.
Cabe recordar que durante la guerra fría el mundo fue bi-polar (en su expresión norteamericana, “mundo libre versus comunismo”, y en su expresión ruso-china- “socialismo versus capitalismo”). Después del cisma chino, fue tri-polar. Las revoluciones anticomunistas de 1989-1990 devolvieron al mundo a una bi-polaridad expresada en dos economías capitalistas: la del capitalismo liberal euro-norteamericano y sus ramificaciones sudasiáticas, y la del capitalismo estatal, encabezado por China.
Actualmente el proyecto chino apunta a reconstruir una bi-polaridad donde naturalmente China ocuparía un lugar dominante, partiendo desde su poderosa economía, hasta llegar a influir en los países más pobres de la tierra (casi todos gobernados por dictaduras) a fin de controlar las instituciones mundiales, no solo económicas (Banco Mundial) sino también políticas, incluyendo dentro de estas a la propia ONU. No deja de llamar la atención que gran parte de los gobiernos que buscan cobijo económico bajo China, en instituciones aparentemente tecnocráticas como BRICS, han sido sancionados por la ONU por sus constantes violaciones a los derechos humanos.
En el nivel ideológico, las dos naciones hegemónicas en la actual guerra caliente y fría en contra del Occidente político, China y Rusia, encabezan una contraofensiva cultural de carácter global, disfrazada de anti- norteamericanismo, pero dirigida en contra de valores que hoy dan vida al occidente político. Apelando a antiguas teorías occidentales (Spengler y Toymbee, reactualizadas por filósofos neofascistas como el ruso Alexander Dogin) las megadictaduras presentan la lucha en contra de las democracias bajo la forma de anti-occidentalismo cultural. En gran medida se trata de anteponer los supuestos valores sacros del no-Occidente (nunca se definen como Oriente) en contra de lo que ellos llaman decadencia de las formas occidentales de vida, expresadas en el “libertinaje sexual”, en la degradación de las costumbres, y en todo lo que sea producto de las libertades conquistadas durante el periodo de la modernidad euro-americana.
Según Xi Jinping, el ser humano no debe buscar la libertad sino la felicidad, entendiendo por ella lo que decida el PCCH como felicidad. Putin reivindica la ortodoxia cristiana, Orban el catolicismo fundamentalista. Los monjes iraníes y los príncipes petroleros saudíes, la pureza machista de un Islam ideológico. Y así sucesivamente. De una manera u otra, y no es casualidad, las principales potencias anti-occidentales apelan a los fundamentos pre-políticos de las antiguas teocracias en contra de las por ellas vista como perversa democracia occidental. Para el siniestro monje Xiril por ejemplo, el genocidio cometido por el régimen de Putin en Ucrania es un castigo a los infieles, o en sus propias palabras: una cruzada.
En el nivel militar, todos los poderes autocráticos del mundo han definido a la OTAN como el brazo armado del imperialismo norteamericano. En esa definición coinciden los sectores más reaccionarios con los harapientos restos de la izquierda “revolucionaria” occidental que sobrevivió a la gran revolución democrática y antisoviética de Europa del Este de los años 1989-1990.
Para Putin y los putinistas la guerra en contra de Occidente es una respuesta a la expansión de la OTAN, sin mencionar por supuesto que esa expansión fue la consecuencia de otra expansión: la de las democracias, en dos grandes olas europeas: la de Europa del Sur, que arrasó con las dictaduras militares española, portuguesa y griega, y la de Europa del Este, que todavía continúa en países como Ucrania y Georgia. Efectivamente, la expansión de la OTAN no comenzó, venía de antes, y con el fin de las dictaduras comunistas, solo continuó avanzando.
O de otro modo: La OTAN, desde los tiempos de Stalin frente a cuyo imperio surgió, ha vivido en permanente proceso de expansión, pero siempre a la zaga de la expansión de la democracia europea. Si no hubiera sido por la OTAN, Turquía y Grercia habrían sido partes del imperio soviético. Gracias a la protección de la OTAN, la democracia pudo renacer en los países anexados por la URSS. Pero, a la vez, los EE UU no han forzado a ninguna nación a ingresar a la OTAN, aceptando incluso la no incorporación de Ucrania a pedido de la condescendiente UE, contraviniendo las aspiraciones de tres gobiernos ucranianos.
Si Ucrania hubiese ingresado a la OTAN desde los momentos de su independencia (1991) Putin no se habría atrevido a invadirla. Los hechos hablan por sí solos: así como la OTAN nunca ha atacado a una nación europea, Putin no se ha atrevido hasta ahora a atacar directamente a ningún país miembro de la OTAN
Frente al nacimiento de la OTAN, como es sabido, surgió el llamado Pacto de Varsovia, destinado a defender al “socialismo” de las agresiones norteamericanas y europeas, aunque solo sirvió para aplastar revoluciones democráticas nacionales como en Alemania (1954) Hungría (1956) y Checoeslovaquia (1968) o, en su defecto, para amenazar a las disidencias de Europa del este, como ocurrió en Polonia.
LA GRAN COALICIÓN ANTI-DEMOCRÁTICA MUNDIAL
Hoy las naciones anti-democráticas del mundo no se han dotado de un pacto “a la Varsovia”, pero es evidente que existe una intensa cooperación militar entre cuatro dictaduras atómicas: China, Corea del Norte, Rusia e Irán. En estos mismos momentos, Rusia y China buscan, bajo el pretexto de la ampliación comercial, y contando con el visto bueno de gobiernos irresponsables (y económicamente dependientes de China, como el del brasileño Lula), una mayor relación militar con las dictaduras africanas. Rusia e Irán mantienen además, no solo relaciones económicas sino también militares con regímenes anti-democráticos de América Latina, entre ellos Cuba, Nicaragua y Venezuela.
En términos directos: Occidente enfrenta no tanto a una expansión económica de Rusia y China sino -diríamos, antes que nada- una expansión militar proveniente en estos momentos de la Rusia de Putin y apoyada con poca discreción por la China de Xi Jinping. Todo eso significa que la OTAN, nacida como alianza atlántica, se verá obligada, más temprano que tarde, a asumir nuevas configuraciones geoestratégicas, más allá del espacio originario, construido para detener la expansión soviética. En palabras simples: frente a una amenaza militar global se requiere de una nueva alianza democrática militar global, la que de hecho existe, aunque de modo extremadamente informal. No está claro cómo y cuáles serán las formas de esa nueva alianza, pero, siguiendo una lógica geográfica, podríamos decir que, si bien la OTAN puede ser el punto originario, servir como modelo, y actuar como base de coordinación, no se trata en ningún caso de una expansión de la OTAN euroamericana, sino de formaciones políticas militarmente defensivas organizadas en espacios geoestratégicos diferentes.
MÁS ALLÁ DE LA OTAN
La OTAN debe seguir cumpliendo sus tareas en el espacio atlántico, de eso no cabe duda. Pero hay otros espacios donde la OTAN no puede ni debe actuar porque simplemente no le corresponde. De eso son conscientes los gobiernos de países democráticos no afiliados a la OTAN. En esa dirección, el acuerdo trilateral de agosto del 2023 firmado por el presidente Joe Biden, el primer ministro japonés Fumio Kishida y el presidente surcoreano Yoon Suk-yeol, adquiere un carácter paradigmático. Hay y habrá más acuerdos similares, entre los EE UU, Australia y Nueva Zelandia. Incluso, si Cuba, Nicaragua, e incluso Venezuela continúan recibiendo apoyo y asesoría militar de las dictaduras rusa, china, e iraní, no está descartada la posibilidad de que los EE UU intensifiquen sus relaciones militares con los gobiernos más democráticos del subcontinente.
Naturalmente, para los representantes de la lumpen-izquierda-global, la presencia de los EE UU en las diferentes configuraciones militares defensivas, constituyen una prueba de la expansión del imperialismo norteamericano. Sin embargo, hay un hecho objetivo: así como China hegemoniza en este momento al bloque antidemocrático mundial en un sentido económico que quiere ser político y militar, el bloque democrático no puede renunciar a la hegemonía militar norteamericana, aunque sea por una simple razón: EE UU es la primera potencia económica y militar del mundo y, por el momento, una nación democrática con la que la mayoría de las naciones democráticas, no solo occidentales, mantienen vínculos históricos de larga data. Por esa razón hay que tener en cuenta otro hecho objetivo: no todas las naciones democráticas tienen los mismos intereses y luego, no todas tienen los mismos enemigos inmediatos. En ese punto no se equivoca Emmanuel Macron. Europa no puede ni debe seguir todos los pasos geoestratégicos que emprendan los gobiernos de los EE UU, más todavía si, como ya sucedió con Bush Jr., esa nación puede llegar a ser gobernada por gobiernos erráticos, como podría ser el de un impredecible Trump o el de un fanático fundamentalista cristiano como De Santis.
Hegemonía, dicho en términos gramscianos, no significa dominación sino primacía. Pero a la vez, si como piensa Macron, Europa requiere de una mayor autonomía geoestratégica de los EE UU, debe al menos cumplir con sus tareas en el plano militar. Probablemente una Europa Unida nunca será una enorme potencia militar, pero debe, por lo menos, llegar a la altura suficiente como para emprender tareas defensivas frente a amenazas como son las que provienen de la Rusia de Putin, sin requerir siempre de la ayuda norteamericana, posibilidad que han comprendido perfectamente los países bálticos, los países escandinavos, Holanda, e incluso la tímida Alemania, al aumentar notablemente los presupuestos destinados a la defensa militar.
Es lamentable decirlo: la paz es un valor supremo, pero precisamente porque lo es, debe ser también, se quiera o no, una paz armada. Eso al menos lo sabían los atenienses, maestros en el arte del pensar, pero también en el de la guerra. Nunca –es un ejemplo- hubo un ser más pacífico que Sócrates. Pero cuando llegó el momento, no vaciló en alistarse en los ejércitos de su amada polis.
Vivimos un instante de la historia muy parecido al que se dio en el mundo griego antiguo, el de la contradicción entre democracias y autocracias –en ese punto Joe Biden tiene razón– lo que no significa por supuesto que las naciones democráticas deben declarar hostilidad a todos los gobiernos no democráticos de la tierra. El desarrollo político de la humanidad es extremadamente desigual y en ese desarrollo las democracias siguen siendo minoría.
Como señaló Alexis de Tockeville en De la Democracia en América, las luchas por las necesidades no llevan necesariamente a la democracia sino, muchas veces –hay tantísimos ejemplos– a regímenes más dictatoriales que los anteriores. Las luchas por las libertades -como ocurrió en Europa del este- son las que pueden llevar a la democracia. El gobierno chino lo ha entendido perfectamente. Después de asegurar un núcleo de semipotencias regionales organizadas económicamente en el BRICS, China se apresta a integrar en ese bloque a naciones pobrísimas a cuyos gobiernos otorgará créditos a bajo interés a cambio de apoyo político en las instituciones mundiales (además de asegurar posesión sobre una enorme cantidad de materias primas). En el área de la política internacional –como la Esparta de ayer– China está demostrando poseer más habilidad que las Atenas de hoy, privilegiando alianzas con naciones en bancarrota, o con democracias muy precarias, a las que los griegos y después los romanos llamaban “pueblos bárbaros”.
La política internacional también es política, y la política hay que hacerla no solo con los que más nos gustan sino –sobre todo– con los que menos nos gustan. Más todavía si se piensa que el sector democrático global tiene muchos más recursos que China o Rusia para atraer hacia sí el apoyo de los habitantes de las naciones rezagadas. Las grandes migraciones de nuestro tiempo, es un ejemplo muy claro, enfilan hacia los centros democráticos, nunca lo harán hacia Moscú o Peking. Muchos solo quieren sobrevivir, y nadie puede criticarlos por eso. Pero también hay quienes se sienten atraídos por la libertad de un mundo donde todas las culturas y religiones pueden convivir; donde existe la posibilidad de decir lo que se piensa; donde el sexo, tanto el biológico como el electivo, no es monopolio de fanáticos entronizados en el poder; donde la vida es un bien y no una maldición.
La libertad de ser lo que se es o se quiere ser, nacida en occidente, es una pandemia muy contaminante. Por lo mismo, la democracia es un enorme capital político. La democracia (o sea la libertad políticamente organizada) es una forma de gobierno, pero es también un modo de vida. Eso lo saben las potencias antidemocráticas. Por eso buscan suprimirla, tanto dentro como fuera de sus naciones.
La paz deberá ser una paz política, así lo pensó Kant en Paz Perpetua. Pero también, mientras la libertad política no sea universal, deberá ser una paz armada. Hay veces en las que los tiranos -Putin es hoy uno de ellos- no entienden ningún otro idioma que no sea el de las balas.
25 de agosto 2023
Polis
https://polisfmires.blogspot.com/2023/08/fernando-mires-paz-armada.html
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