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Opinión

La toma de poder por asalto, en cualquiera de sus variantes, parece estar cada vez más presente en las noticias. Golpes y contragolpes, reales o imaginarios, fácticos o tan solo denunciados, empiezan a tener una puntual frecuencia en el continente. Bolivia es el ejemplo más reciente y, de nuevo, nos ofrece una señal sobre el fracaso de la política en América Latina.

Finalmente, la polarización, que tan rentable fue en algunos momentos, ha terminado por destruir la credibilidad en la política y en los políticos. No importa la ideología o el color de su partido, su sentido del humor o su cursilería. Lo que está en crisis es su sentido mismo, su función. Los ciudadanos hemos comenzado a pensar que la política y los políticos ya no sirven para dirimir nuestras diferencias, para resolver los problemas fundamentales de la vida en común.

Ya la ecuación pavloviana, que ante cualquier suceso reacciona de manera instantánea culpando al “imperio norteamericano” o al “castrocomunismo”, se agotó, no logra dar cuenta de la compleja realidad que vivimos. El esquematismo que pretende explicar todo en términos de izquierda y derecha resulta todavía más frívolo en Bolivia, un país que —precisamente— ha construido gran parte de su propia historia sobre la lucha por reconocer, pronunciar y ejercer su propia heterogeneidad, su enorme diversidad.

Los problemas son más hondos y las narrativas simples comienzan a naufragar. Nuestras historias siguen a veces pareciendo inverosímiles pero, ahora, vamos dejando atrás el realismo mágico y avanzamos firmemente hacia el absurdo trágico. Tenemos presidentes que se autoproclaman, instituciones que se reconocen y se desconocen con sorprendente rapidez, autoridades sin autoridad y poderes simbólicos… Lo único que permanece intacto es la represión. Los ejércitos no se detienen, los asesinatos siempre son más.

Desde la interrupción en el recuento de los votos en las elecciones del 20 de octubre hasta el día de hoy, todo en Bolivia ha ido empeorando, enredándose. Los propios liderazgos, de los distintos sectores, han ido asfixiando la crisis, acabando con la política, simplificando el conflicto a los ámbitos de la emoción o de la violencia.

Evo Morales ha sido errático y contradictorio. Mantuvo un silencio cómplice durante las 24 horas que el sistema electoral suspendió inexplicablemente el proceso de conteo rápido de votos. Basado en un informe de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Morales anunció una nueva convocatoria a elecciones. Pero más tarde acusó de fraude a la OEA y la denunció como parte de una conspiración internacional en su contra. Renunció a la presidencia para que hubiera paz en Bolivia. Pero dos días después, desde México, dijo que iba a regresar a La Paz para “pacificar” al país. En medio de esta marea, sin embargo, ha tenido un éxito importante: logró salir de un agujero, donde estaba condenado a explicar un fraude, y saltar al relato épico donde vuelve a ser un pobre indígena cocalero, víctima de una conspiración blanca y universal. Abandonó la política y se refugió en la telenovela.

Los distintos liderazgos de las diferentes oposiciones bolivianas también han actuado de manera caótica e incoherente. Destaca, por supuesto, Jeanine Áñez Chávez, quien en medio de una situación confusa, termina asumiendo la presidencia como si ella misma hubiera obtenido una victoria histórica en contra de sus adversarios. Renuncia a un papel de mediadora en el conflicto y pretende entonces apropiarse de un protagonismo heroico que no tiene ningún respaldo y que, encima, se sostiene sobre la legitimación de la represión. Por no mencionar a Luis Fernando Camacho, un dirigente con ambición de cristero, que propone arrasar con la pluralidad de la sociedad boliviana gritando: “¡Satanás, fuera de Bolivia!”. Otra vez: el fervor sustituye a la política.

Los excesos narrativos siempre enturbian el cuento. Que Luis Almagro, el secretario general de la OEA, se comporte a veces como un predicador religioso, no implica que los 36 técnicos de la OEA que auditaron el proceso electoral boliviano sean una secta ciega al servicio de los oscuros intereses de Estados Unidos. Así como tampoco que Daniel Ortega y Nicolás Maduro —ambos en el poder después de elecciones igualmente fraudulentas— cuestionen “el golpe” en Bolivia implica que el proceso haya sido transparente y esté apegado a las leyes. Hay que dejar de pensar y de vivir la historia en términos de las Cruzadas. El sábado 16 de noviembre, Juan Guaidó, líder de la oposición venezolana, culminó una manifestación popular convidando a los presentes a marchar hasta la embajada de Bolivia. Como si la confusa situación boliviana pudiera funcionar de alguna manera en el contexto de la exhausta batalla por la democracia en Venezuela. La invitación parecía, más bien, una acción desesperada por encontrar algún milagro para resucitar la esperanza.

Los terribles errores de la dirigencia de la oposición boliviana no mejoran a Evo Morales. Pero tampoco su intención de perpetuarse en el poder, el fraude electoral cometido y la manipulación posterior, mejoran a Áñez ni le dan un permiso para actuar como le dé la gana. Ninguno de los dos son los únicos actores. Ninguno de los dos son la representación exclusiva de modelos políticos y utopías excluyentes. Creer que todo lo que ocurre es consecuencia de una pugna entre la izquierda y la derecha supone pensar desde la narrativa y no desde la realidad.

Las protestas en Chile dicen otra cosa, hablan de una crisis que ha desbordado a los políticos y a sus paradigmas. El caso de Bolivia ahora también desnuda la tentación de explicar cualquier conflicto con la denuncia de una conspiración ideológica internacional. Para no ver y enfrentar lo que sucede, se va más allá, a un lugar distante, donde una fuerza oscura mueve los hilos de lo real. Los políticos se denuncian y se acusan mutuamente, se aferran al supuesto enfrentamiento antagónico entre dos modelos, mientras las poblaciones se enfrentan cada vez más solas a sus tragedias. Hace una semana, una delegada sindical en Venezuela, en una protesta por la salud pública, se vio obligada a aclarar: “No queremos tumbar a nadie, queremos que reabran el hospital”. Los golpeados de siempre ahora deben vivir advirtiendo que ellos no son golpistas.

La polarización se devuelve y juega en contra de sus protagonistas. Si no se desactiva esta dinámica, el horizonte seguirá bamboleándose entre el autoritarismo y las sociedades disfuncionales. La multiplicación de los golpes. Antes de que nos devore el caos, urge recuperar y reinventar a la política.

24 de noviembre de 2019

Alberto Barrera Tyszka es escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

New York Times

https://www.nytimes.com/es/2019/11/24/espanol/opinion/golpe-bolivia-evo....

 5 min


Alexandra Borchardt

Según cuáles sean sus fuentes informativas, su visión de cómo está yendo el proceso de destitución del Presidente estadounidense Donald Trump puede ser muy distinta a la de sus amigos, familiares o vecinos. También puede usted pensar que cualquier versión que difiera de la suya es sencillamente falsa. Esta falta de consenso sobre los hechos básicos –que, en gran medida, es consecuencia de las redes sociales- conlleva serios riesgos, y no se está haciendo casi nada para abordarla.

En los últimos años, la necesidad de mejorar la “alfabetización mediática” se ha convertido en una de las exhortaciones favoritas de quienes buscan combatir la desinformación en la era digital, especialmente aquellos que prefieren hacerlo sin hacer más estrictas las normativas hacia los gigantes tecnológicos como Facebook y Google. La lógica tras ello señala que, si la gente tuviera los suficientes conocimientos de los medios, podría separar la paja del trigo y prevalecería el periodismo de calidad.

Hay algo de verdad en ese argumento. Tal como es peligroso conducir en un lugar del cual se desconoce las reglas del tráfico, navegar con seguridad en el nuevo ambiente de medios digitales -evitando no solo las “noticias falsas”, sino además amenazas como el acoso en línea, el porno no consensuado (“de venganza”) y los discursos de odio- requiere conocimiento y atención. En consecuencia, resulta crucial el que se emprendan iniciativas sólidas para mejorar la alfabetización mediática a nivel global. Los medios informativos libres, creíbles e independientes son uno de los pilares de toda verdadera democracia, esenciales para que los votantes tomen decisiones informadas y hagan que las autoridades electas rindan cuentas de sus actos. Considerando esto, la alfabetización mediática se debe impulsar dentro de una campaña más general para mejorar la alfabetización democrática.

Desde su invención en la Grecia antigua hace más de 2500 años, la democracia ha dependido de reglas e instituciones que logren un equilibrio entre participación y poder. Si el punto fuera simplemente hacer que todos hablaran, plataformas como Facebook y Twitter serían la máxima expresión de la democracia, y movimientos populares como la Primavera Árabe de 2011 habrían producido con naturalidad gobiernos plenamente funcionales.

En su lugar, el objetivo es crear un sistema de gobernanza en que los líderes electos aporten su experiencia y conocimientos a fin de beneficiar los intereses de la gente. El estado de derecho y la separación de poderes, garantizados por un sistema de controles y contrapesos, son vitales para el funcionamiento de un sistema así. En pocas palabras, la movilización significa poco sin un grado de institucionalización.

Y, sin embargo, hoy las instituciones públicas padecen la misma falta de confianza que los medios informativos. En cierta medida esto es merecido: muchos gobiernos no han satisfecho las necesidades de sus ciudadanos y la corrupción es rampante. Todo ello ha agravado en escepticismo hacia las instituciones democráticas: la gente suele preferir plataformas en línea más igualitarias, donde se pueda escuchar la voz de todos y cada uno.

El problema es que tales plataformas carecen de los controles y contrapesos que exige la toma informada de decisiones. Y, contrariamente a lo que algunos pioneros de la internet creían al principio, ellos no surgirán orgánicamente. Por el contrario, los modelos de negocios guiados por algoritmos de las compañías tecnológicas no hacen más que obviarlos, porque amplifican las voces según clics y “me gusta”, no según su valor o veracidad.

Los políticos populistas han aprovechado la falta de controles y contrapesos para obtener poder, que usan a menudo para beneficiar a sus partidarios, pasando por alto las necesidades de sus oponentes o de las minorías. Este tipo de régimen de las mayorías se parece mucho a la imposición de las mafias: los líderes populistas intentan suprimir legislaturas y tribunales para cumplir los deseos de sus votantes, a menudo moldeados por mentiras y propaganda. Un buen ejemplo es el reciente intento del Primer Ministro británico Boris Johnson de suspender el Parlamento para reducir su capacidad de evitar un Brexit sin acuerdo.

En una democracia, los ciudadanos deben poder confiar en sus gobernantes garantizarán sus derechos y protegerán sus intereses básicos, con independencia de por quién votaron. Deberían poder seguir con su día a día, confiados en que las autoridades públicas dedicarán su tiempo y energía a tomar decisiones informadas, y que el resto someta a controles y contrapesos a las que no lo sean. Los medios independientes creíbles apuntalan este proceso.

En el caso de Johnson, el poder judicial cumplió su deber de ser un contrapeso del poder ejecutivo. Sin embargo, con cada ataque a las instituciones democráticas se debilita su capacidad de rendición de cuentas, más gente se desilusiona y disminuye la legitimidad del sistema. Con el tiempo, esto reduce los incentivos a que las personas talentosas trabajen en ámbitos como el periodismo y la política, erosionando más aún su eficacia y legitimidad.

Para romper este círculo vicioso es necesaria la rápida expansión de la alfabetización mediática y democrática, abarcando temas como el modo en que funciona el sistema y quién lo rige y le da forma. Y, no obstante, como muestra un estudio de próxima publicación del Comité de Expertos sobre Periodismo de Calidad en la Era Digital (en el cual colaboré) del Consejo de Europa, la mayoría de los programas actuales de la alfabetización mediática se limitan a enseñar a los escolares a usar plataformas digitales y entender el contenido de las noticias. Muy pocos apuntan a personas mayores (que son quienes más los necesitan), explican quién controla los medios y la infraestructura digital, ni enseñan los mecanismos de una opción algorítmica.

En todo el mundo, las democracias están pasando por una prueba de esfuerzo. Para que la aprueben, es necesario reforzar sus bases institucionales. Y eso requiere, en primer lugar y antes que todo, entender cuáles son esas bases, por qué importan y quién intenta eliminarlas.

28 de noviembre 2019

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/media-literacy-not-enough-t...

 4 min


El Realismo Mágico es una forma de escribir en la narrativa hispanoamericana, y lo da a conocer Arturo Uslar Pietri en el año 1931 con su novela Las Lanzas Coloradas. Luego, el mismo autor lo introduce en la cuentística venezolana, y su cuento, La Lluvia, es su primer exponente.

Otros escritores destacados en el Realismo Mágico han sido Juan Rulfo con Pedro Páramo, Laura Esquivel con Como Agua para Chocolate, Isabel Allende con La Casa de los Espíritus, Mario Vargas Llosa con La Ciudad y los Perros, Miguel Ángel Asturias con Hombres de Maíz, Julio Cortázar con Rayuela, Gabriel García Márquez con Cien Años de Soledad, y otros.

En el Realismo Mágico se incorporan aspectos mágicos a la realidad, allí la realidad coexiste con la fantasía, se presentan episodios insólitos con tanta naturalidad que parece que fueran reales.

Pues bien, el régimen venezolano, enmarcado en lo que han denominado socialismo del siglo XXI, es un ejemplo interminable del Realismo Mágico llevado a una manera de gobernar, caracterizado por la presentación de hechos insólitos con un estilo tal que pretenden hacer creer que son ciertos, que pertenecen a la realidad.

Comencemos con Hugo Chávez, quien desde su campaña en el año 1998 expresó asuntos más o menos como éstos:

-No tengo nexos con Fidel Castro ni nada que tenga que ver con socialismo o comunismo.

-Eliminaremos ese exceso de ministerios, vamos a acabar con una burocracia exagerada.

-Venderemos esa innecesaria flota de aviones de los organismos oficiales.

-Reivindicaremos y protegeremos a la población indígena venezolana.

-Construiremos una red ferroviaria que una todo el país.

-Utilizaremos el eje Orinoco-Apure como vía fluvial para impulsar el comercio, el turismo, la industria, en general, el desarrollo regional.

-Disfrutaremos de baños en las limpias aguas del río Guaire.

-Daremos un gran impulso a la producción agrícola e industrial.

-Respetaremos la propiedad privada.

-Resguardaremos celosamente la seguridad personal de los ciudadanos, así como la soberanía nacional.

Y así como estos pocos ejemplos, Chávez expresó cientos de aspectos insólitos, con tanta naturalidad, que logró hacerlos parecer reales para engañar a un alto porcentaje de la población venezolana.

Desde el año 2013, el sucesor de Hugo Chávez e impuesto por éste, Nicolás Maduro, parece haberle inyectado más fuerza al Realismo Mágico del régimen, con anuncios propios y de sus ministros, tales como:

-Venezuela, país potencia.

-Este año sembraremos más de un millón de hectáreas de maíz.

-Hemos superado a Brasil en la producción de soya.

-Pulverizaremos al dólar paralelo.

-Todos los problemas por malos servicios públicos, escasa alimentación, deficiente atención médica y otros que padece la población venezolana, se deben a la “guerra económica”, a las “sanciones impuestas por el imperio”.

-La Vicepresidenta de la República, acaba de manifestar estar impactada por la represión de las fuerzas del orden público en los recientes episodios de saqueos y destrucción, vividos por la población colombiana.

-Desde el año 2013, Maduro ha expresado en sus mensajes al pueblo, que él, personalmente, va a encargarse de solucionar los problemas de la economía, porque este año (al igual que cada año) será el de la gran recuperación económica de Venezuela. Acaba de sentenciar que el 2020 será el gran año.

Estos son algunos ejemplos de las fantasías del Realismo Mágico del régimen venezolano socialista del siglo XXI. Todas ellas, acompañadas por inmensas asignaciones presupuestarias, que en el mejor de los casos fueron parcialmente ejecutadas pero ninguna llegó a concretarse totalmente, sembrando al país de elefantes blancos, inútiles, a costa del empobrecimiento y endeudamiento de la nación.

Para los que aún creen en las fantasías del régimen tienen que ver las monstruosas estructuras de concreto, abandonadas, que se erigen a lo largo de la Autopista Regional del Centro y del ramal que se dirige hacia Puerto Cabello, de lo que debería ser un tramo importante de la red ferroviaria nacional. Para completar la fantasía del Realismo Mágico socialista, recientemente acondicionaron parte de una estación del tren cercana a la población de Guacara, y sobre los rieles colocaron un moderno tren que pareciera desplazarse hacia Maracay. Esto lo han complementado con un video que trasmiten por la televisora del estado, promocionando los viajes hacia Puerto Cabello por medio del ferrocarril de Venezuela. En lo personal, considero que esta fantasía debe ser galardonada con el Primer Premio al mejor episodio del Realismo Mágico socialista del siglo XXI, hecho en Venezuela.

Noviembre 2019

 3 min


Daniel Eskibel

La comunicación política entre dos personas es más efectiva cuando es presencial. Las prioridades en cuanto a canales de comunicación, ordenadas de mayor a menor eficacia, serían las siguientes:

Conversación presencial

Videollamadas

Conversación telefónica

Intercambio de mensajes

Ante un listado así te preguntarás por qué el canal de comunicación presencial es el más recomendable. Más aún: te preguntarás si todavía hoy sigue siendo importante la comunicación política entre dos personas.

¿Para qué comunicarnos de uno en uno si podemos comunicarnos con millones?

Es simple: en algunas ocasiones es imprescindible la comunicación política con una sola persona.

Una y solo una.

Piensa por ejemplo en los siguientes escenarios:

Dos dirigentes tienen que iniciar una negociación política o consolidar un acuerdo.

Una persona quiere persuadir a alguien que conoce para que adopte una determinada posición política o electoral.

Dos militantes desean superar algunas diferencias que les separan.

Un gobernante debe tratar un asunto delicado con alguien de su staff de gobierno.

Dos miembros de un equipo de campaña electoral deben coordinar acciones entre sus respectivas áreas de trabajo.

Un dirigente político va a ofrecerle a una persona un lugar en su partido, en su gobierno o en su campaña electoral.

Un candidato evalúa la contratación de un consultor político, de un asesor o de un publicista.

En todos estos escenarios la conversación debe ser de persona a persona. Al igual que en otra multiplicidad de situaciones que exigen esa misma comunicación personalizada.

Para que esa comunicación personalizada logre sus objetivos tienes que considerar muy seriamente cual será el canal de comunicación política que vas a utilizar.

Canales para la comunicación personalizada

En una comunicación uno a uno hay dos personas emitiendo y recibiendo mensajes. Pero además hay un canal a través del cual los mensajes circulan entre ambos.

Cada canal tiene sus características propias y esas características influyen sobre la calidad de la comunicación que se pone en juego.

En la conversación presencial las dos personas que se comunican están presentes en el mismo lugar de forma física y simultánea. Los mensajes van y vienen entre ellos a través del aire, del espacio físico que los separa y los conecta.

En este caso la comunicación es muy completa y ambas personas disponen de una gran riqueza de información. Ambas se comunican con la palabra hablada, con el silencio, con el volumen de la voz, con las inflexiones de la voz, con la mirada, con la sonrisa, con los pequeños gestos faciales, con los movimientos de las manos, con la postura corporal, con el desplazamiento del cuerpo en el espacio compartido, con el tacto en los momentos de roce o conexión corporal, y hasta con los aromas que se puedan percibir.

Además es un canal cálido de comunicación en la medida que ambos inevitablemente expresan emociones y pueden también conectarse con las emociones propias que el otro provoca.

En cambio cuando nos comunicamos a través de videollamadas siguen siendo potentes las vías visuales y auditivas de circulación de los mensajes pero se pierde una parte de la información y en alguna medida se enfría la comunicación.

De hecho la pantalla como canal de comunicación tiene un impacto que es importante pero que es menor al de la conexión presencial misma.

La comunicación telefónica, por otra parte, conserva muchas de las inflexiones de la voz pero pierde toda la información visual. De esa manera resulta en una comunicación más pobre que la de la videollamada.

Finalmente tenemos el intercambio de mensajes, ya sea de vídeo, audio o texto. Este intercambio se aleja extraordinariamente del diálogo y de la conversación natural. Es un intercambio que produce un efecto de fragmentación que resulta algo más artificial: primero produzco mi mensaje, luego lo envío, hago una pausa más o menos larga, después recibo la respuesta, vuelvo a producir otro mensaje y así sucesivamente.

Más allá de la velocidad con la cual se haga, de todos modos este intercambio de mensajes tiene un volumen de información mucho menor. Aquí un factor decisivo es que en realidad no tenemos un retorno auténtico acerca de la repercusión de nuestro mensaje en el otro. Y además la comunicación se hace entrecortada y en muchas ocasiones con mensajes demasiado calculados racionalmente, mensajes que muchas veces se revisan y se corrigen antes de enviarse. Mensajes, además, desprovistos de contexto.

Todos los canales pueden ser adecuados. Todo depende de la situación, de las características de quienes se comunican y de lo que quieren o no quieren comunicar.

Pero no todos funcionan igual para una comunicación política efectiva como la que estamos analizando. Y siempre es necesario tener claro el orden de prioridad que les damos a cada uno de ellos.

Orden de prioridad de los canales

Como señalé al principio de este artículo, te recomiendo que tengas claras las prioridades cuando se trata de comunicaciones importantes. Te reitero el orden que recomiendo, comenzando por el canal más efectivo y continuando luego en orden descendente:

Conversación presencial. Tú y tu interlocutor compartiendo un mismo espacio al mismo tiempo. No existe nada tan contundente y tan efectivo y tan completo como un diálogo presencial.

Videollamada. No importa a estos efectos cual sea la herramienta elegida (Skype, Zoom, WhatsApp, FaceTime, Signal…). Lo que importa es la integración entre lo auditivo y lo visual.

Llamada telefónica. Puede ser a través de un teléfono de línea, de un móvil, de WhatsApp, Telegram, Signal o cualquier otra. Si no tienes la oportunidad de recurrir a ninguno de los dos canales anteriores, pues por lo menos puedes recurrir a los matices de la voz en una conversación que también puede alcanzar cierta naturalidad.

Finalmente, si no tienes otra opción, puedes recurrir al intercambio de mensajes. Es la opción más pobre, menos rica en información y con mayores posibilidades para equívocos, falsedades y malas interpretaciones. Pero sigue siendo una opción, claro. Además es veloz y suele tener poco compromiso emocional.

Claro que no todo tienes que hacerlo a través del mismo canal. Pero es bueno saber que tienes opciones. Que cada una de esas opciones tiene características diferenciales. Y que la elección de un canal o de otro está en tus manos en cada momento.

Pero nunca olvides el valor de lo presencial.

Piensa en una clase

Eso, una clase. Ahí tienes un ejemplo fácil de comprender. Que ya no tiene que ver con la comunicación política de uno en uno. Pero que atiende al mismo principio.

Las clases online son estupendas.

Es una maravilla acceder a los contenidos en vídeo, audio y texto. Y lo puedes hacer desde la comodidad de tu casa. Sin viajar. Con tus propios horarios. Repasando cada material cuantas veces sea necesario.

Pero nada sustituye la magia de la clase presencial.

Cuando el tema te interesa y el profesor es bueno, claro está.

Porque si estás dentro del mismo salón de clase con el profesor vas a recibir un caudal de información mucho más completo y potente. Un caudal pleno de contenidos pero además cargado de contexto, de apuntes laterales, de clima emocional, de información que simultáneamente viaja por canales diferentes. Y tendrás unas posibilidades de interacción mucho más directas y mucho más humanas.

Sí.

Lo adivinaste desde un principio.

Por estas mismas razones es que nuestro curso de Experto en Psicología Política tiene, además de la modalidad a distancia, una modalidad presencial.

Para que estés allí. Dentro del salón. En esa especial comunión que es el aprendizaje.

Porque no te olvides que todos estamos aprendiendo. Siempre. En todos los terrenos. Y también estamos aprendiendo a comunicarnos mejor en el ámbito de la política.

Comunicación política de uno en uno

Te sugiero que pongas en práctica mi sugerencia. Cuando tengas que realizar una comunicación política importante con una persona, piénsalo bien.

Piensa más allá del contenido de esa comunicación. Piensa en el canal que vas a elegir para la ida y la venida de los mensajes.

No desprecies ningún canal.

Pero si puedes, elige el canal presencial.

Maquiavelo&Freud

https://maquiaveloyfreud.com/canal-comunicacion-politica-entre-dos-personas

 6 min


La oposición venezolana al régimen de Maduro, constituida por la abrumadora mayoría de los venezolanos, incluyendo a los que aún se identifican como chavistas, está siendo pretendidamente representada por una jauría de voceros que, sin ninguna duda, casi siempre hablan como individualidades y en el mejor de los casos, por unos pocos más.

Esta aseveración no es gratuita. Las encuestas, sin importar quien las haga o quien las pague, demuestran reiteradamente que solo muy pequeñas porciones del espectro opositor se ven reflejados en los partidos o en sus líderes, con el agravante de que estas porciones se adversan encarnizadamente, solo coincidiendo en sus aspiraciones en cuanto a reemplazar a Maduro y para lo cual cada singularidad se considera la “apropiada”.

Desde hace años venimos acompañando un clamor generalizado a favor de una unidad que nos permita un cambio político que facilite el comienzo de la recuperación de nuestro país, sin que el mismo haya tenido otra respuesta que forzadas expresiones públicas que no engañan a nadie y que ahora son abiertamente reconocidas como tales por los países que, afectados por el problema venezolano, tratan infructuosamente de ayudar al logro de acuerdos mínimos que nos permitan (y les permitan) salir de la crisis.

A estas alturas, seguir pidiéndoles a los de siempre que cambien de actitud se ha demostrado impráctico, por lo que no queda otra que reconocer y adelantar como indispensable, la sustitución de las actuales dispersas y contradictorias vocerías partidistas por un equipo comunicacional coherente, independiente de militancias, diverso ideológicamente pero totalmente comprometido con la construcción de una Venezuela distinta.

El Plan País, utilizado por algunos como otro de los tantos esfuerzos anteriores, para distraer y trasmitir una imagen de consulta y unidad ficticia, se ha ido convirtiendo en la práctica, y para el gran público, en el instrumento que puede sustentar la gestión de la etapa de transición política indispensable, la cual también y a pesar de su incuestionable necesidad, viene siendo torpedeada por intereses inmediatistas.

Constituir el equipo no es difícil ya que de hecho constantemente se escuchan voces que, sin pretenderse ajenas a corrientes universales del pensamiento, argumentan políticamente a favor de un gobierno de transición que acometa lo que es impostergable y plante las bases para la recuperación de la quebrada sociedad venezolana, que si bien diversa, comparte el deseo de un futuro mejor para todos, en libertad y lejos de los discursos “encendidos” que hoy nos asolan.

Ojalá que lo que esbozamos y que estamos seguros es compartido por la OPOSICIÖN pudiese tener la acogida política indispensable y que en unos pocos días los intereses del cambio sean representados por un grupo equilibrado, tanto en lo técnico como en lo conceptual, de manera que el esfuerzo que se viene haciendo desde hace ya mucho tiempo pueda empezar a concretarse.

Si la civilidad no logra imponerse, tengamos la seguridad de que el cambio de régimen se va a dar de todas maneras, aunque el mismo se parecerá mucho menos al ideal dado a que vendrá con botas y no por votos.

 2 min


Martín Caparrós

Un fantasma recorre América Latina, y lo guía una palabra. Chile despertó, Bolivia se parte, ardió Ecuador, Colombia se levanta, Argentina votó, Perú se depura, Brasil desespera, México clama, y en todos lados la palabra es la misma: “desigualdad”, como en “efectos de la desigualdad”, “rechazo de la desigualdad”, “la lucha contra la desigualdad”.

La desigualdad es la razón de tantas cosas. La mentamos, la medimos, la deploramos, la comparamos: llevamos décadas jactándonos de que América Latina es la región más desigual del mundo. Y no es que el mundo no compita. Muchas voces alertan de que se está volviendo cada vez más desigual: que los ricos son más y más ricos y los pobres, en comparación, más y más pobres. Oxfam lo sabe mostrar con cifras impactantes. Por ejemplo, que las 26 personas más ricas del mundo poseen lo mismo que la mitad de la población del planeta, unos 3.800 millones de personas. La desigualdad está por todas partes, pero a nosotros nos gusta saber que a ese juego no nos gana nadie y exhibimos, para confirmarlo, nuestros Ginis.

El índice o coeficiente de Gini es la medida más usada para medir el grado de concentración de la riqueza: cuanto más alto más desigual y América Latina tiene, en conjunto, el Gini más alto del planeta. Y eso que bajó: en 2002 su Gini medio era de 53 puntos y ahora es de 46, encabezada por Brasil con 53.3. Para comparar: la media de los países europeos está alrededor de 30 puntos —España en la punta con 36.2—. Canadá tiene 34, Estados Unidos 41,5, México 48,3.

Latinoamérica es desigual por muchas razones pero, sobre todo, porque puede. Hay sociedades donde los más ricos necesitan que los más pobres sean menos pobres, donde los precisan para crear o consumir las riquezas que los enriquecen. Las economías latinoamericanas, en general, no: basadas en la extracción y exportación de materias primas —desde la soja al cobre, del petróleo a la coca—, pueden funcionar más allá de esos millones de personas que no son necesarios ni para producir ni para consumir. Solo se necesita contenerlos: que no hagan demasiado lío, para lo cual alcanza con darles su limosna.

Repartir lo menos posible pero repartir algo: los pobres presionan, piden, a veces incluso exigen. En la primera década del siglo, la pobreza y la desigualdad disminuyeron porque sus materias primas alcanzaron precios notables y sus gobiernos decidieron o aceptaron que no todo debía ir a los bolsillos de siempre. Pero hace cinco años esos precios empezaron a caer y la pobreza dejó de disminuir o, en varios países, aumentó.

Poco a poco, las calles latinoamericanas se levantaron contra eso: los que habían mejorado su situación lo suficiente como para poder desear ciertas cosas ahora quieren tenerlas. Esas cosas pueden ser una lavadora, el respeto, una casa con cloaca, la opción de comer todos los días o la de votar representantes que los representen algo más.

Es lo que empezó a pasar en Brasil en 2013 y siguió desde entonces en muchos países de la región. Pasa, ahora mismo, en los ejemplos más exitosos de los modelos supuestamente opuestos: el neoliberal en Chile y el progre en Bolivia. La causa última, en ambos, sería la desigualdad.

Que está por todas partes. Incluso los economistas más liberales, que solían alabarla como un modo de fomentar la competencia y la productividad, se alarman y dicen que tantas diferencias crean una situación riesgosa. Y, por supuesto, los progres la condenan como una aberración y suelen usar esa condena como argumento para acceder al poder. Así que casi todos estamos contra la desigualdad: algunos por principio, otros por si acaso. Estamos en contra, decididamente en contra, solo que no sabemos qué es lo contrario.

La gran política, en general, está hecha de opuestos indudables: lo contrario de la esclavitud es la libertad, de la monarquía la república, del machismo la paridad de géneros. Pero casi nadie dice o cree que lo opuesto de la desigualdad sea la igualdad.

La igualdad apareció como bandera en 1789, cuando la Revolución francesa la hizo, junto con la libertad y la fraternidad, su lema. Pero entonces se trataba de igualdad política y jurídica: que nadie tuviera privilegios por razón de su cuna o condición, que todos los hombres —no las mujeres— fueran, por fin, iguales ante la ley: que todos fueran ciudadanos. Casi cien años después, otros movimientos europeos proclamaron que la igualdad debía ser económica y social: que todos los ciudadanos tuvieran más o menos lo mismo, que todo perteneciera a todos. Se llama socialismo y sus intentos no funcionaron. Ahora, la mayoría de los biempensantes que se manifiestan contra la desigualdad no proponen esa igualdad. Pero no está claro qué proponen.

Hay quienes hablan de “igualdad de oportunidades”: la idea de que todos tengan las mismas opciones de partida y cada cual se desarrolle según su capacidad y voluntad y vaya construyendo sus desigualdades; la idea de que la vida es una carrera de obstáculos y lo que hay que asegurar es que todos puedan empezar a correr en la misma largada —y después, en la pista, los más fuertes se quedarán con los triunfos y el resto habrá perdido su oportunidad—. Es muy obvio que es falso: los más ricos tienen infinitamente más oportunidades que los más pobres; el origen y sus ventajas son la forma más radical de la desigualdad.

Muchos, entonces, se refugian en cierto sentido común: bueno, que no haya taaaanta desigualdad. Su meta no es la igualdad sino la mesura: limar los extremos. No condenan que haya un mecanismo por el cual algunos se apropian de lo que otros producen, sino que se apropien demasiado.

El problema es la medida: ¿cuánta es tanta? ¿Qué es lo tolerable y lo que no? ¿Que todos tengan acceso a servicios de salud aunque uno tenga los mejores cuidados inmediatos y otro tenga que demorar tres meses su consulta? ¿Que uno espere vivir hasta los 80 años y otro hasta los 68? ¿Que todos tengan techo aunque uno lo tenga enorme y otro chiquito pura lata? ¿Que todos coman aunque unos se lleven el lomo y el salmón y otros el guiso graso? ¿Que todos puedan educarse aunque uno lea en cuatro idiomas y otro con suerte entienda el diario?

Los conceptos relativos siempre son incómodos: ¿quién define cuál es el grado razonable, el grado soportable de desigualdad? El absoluto, en cambio, es fácil de entender y muy difícil de realizar. Así que, aunque casi todos deploramos la desigualdad, casi nadie sabe o se atreve a definir su opuesto. Hay un gran acuerdo en que algo es malo, ningún acuerdo en cómo sería bueno.

—Cuando lleguemos a la presidencia combatiremos esa desigualdad que emponzoña la vida de nuestra sociedad.

—Por supuesto, señor candidato. ¿Y qué forma de igualdad quiere oponerle?

—Bueno, como le diría…

Definir lo contrario de la tan denostada desigualdad sería definir el proyecto —político, económico, social— de cada sector. Sería empezar a aclarar ciertas cosas, a ponerse en camino. Que eso parezca tan lejano es, casi, un signo de los tiempos.

(@martin_caparros)

28 de noviembre 2019

New York Times

https://www.nytimes.com/es/2019/11/28/espanol/opinion/desigualdad-americ...

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Si se trata de definir sugiero hacer una diferencia: la de la definición originaria y la de la definición adquirida. Casi nunca coinciden. Mas bien, casi siempre difieren. Es el caso del término golpe de Estado. Acerca de su origen semántico los cronistas no están de acuerdo. Hay quienes lo sitúan en la Suiza del siglo XVl, usado para caracterizar revueltas en contra de los organismos centrales del poder. Otros – es la acepción más generalizada- lo sitúan en el mismo siglo XVl en Francia aunque como sinónimo de “golpe de autoridad” del Rey en contra de poderes colaterales. La frase de Luis XV “El Estado soy yo” llevada a la práctica sería un golpe de Estado.

El golpe de Estado era, originariamente, un golpe no en contra sino desde el Estado mediante el cual el monarca hacía valer la absolutidad de su poder. Partiendo de esa premisa, el jurista Carl Schmitt (“La Dictadura”) definió el poder político de acuerdo al criterio absolutista: “quién está en condición de dictar el Estado de excepción (supresión de los poderes públicos) tiene el poder”. Eso significa: quién está en condición de dar un golpe desde el Estado, tiene el poder.

El término golpe de Estado en sentido más amplio y popular provino solo en parte de la definición originaria. Fue cuando el presidente vencedor en las elecciones francesas del diciembre de 1848, Louis Bonaparte, sobrino de Napoleón, impulsó en diciembre de 1851 una sublevación militar desde la presidencia asumiendo la totalidad del poder, suprimiendo el sistema electoral, y con ello, violando a la Constitución.

La semejanza entre el golpe de Estado monárquico y el bonapartista reside en el hecho de haber provenido desde el propio Estado. La diferencia es que mediante el primero el Rey hacía valer la Constitución monárquica hasta las últimas consecuencias. El segundo en cambio violaba a la Constitución. Y si pensamos que la Constitución es el acta que constituye jurídicamente al Estado, violaba al propio Estado.

En consecuencias, de acuerdo a sus orígenes podemos definir a un golpe de Estado como el sometimiento de todos los poderes públicos al Ejecutivo, representado en una entidad monárquica o presidencial, vale decir, un golpe de autoridad y de fuerza dentro del Estado.

En todos los casos el sujeto del golpe de Estado fue el poder Ejecutivo. No obstante esa definición de golpe de Estado, vigente a lo largo de casi todo el siglo XlX, sufriría modificaciones durante el siglo XX. El sujeto del golpe sería sustituido por los cuerpos armados y el objeto del golpe sería el propio Ejecutivo. Dicha sustitución tiene que ver en parte con los diversos golpes de Estado que han tenido lugar en América Latina.

Un clásico golpe de Estado latinoamericano del siglo XX mantenía las siguientes características: (a) toma del poder por un grupo militar sublevado el que (b) de modo repentino y violento destituía al gobierno reemplazándolo (c) por una junta militar que nombraba a un representante máximo (casi siempre militar) el que (d) prometía devolver el poder a las fuerzas cívicas (nunca ocurrió). Después del golpe (e) era instaurado un Estado de excepción, el parlamento era disuelto, el poder judicial convertido en oficina notarial del ejecutivo, las libertades individuales y colectivas suspendidas y los derechos humanos pisoteados.

Como es posible advertir, la noción de golpe de Estado del siglo XlX europeo difiere de la del siglo XX latinoamericano. Mientras la tendencia predominante en la Europa decimonónica fue la toma del poder por el Ejecutivo, en la América Latina del pasado siglo la tendencia fue la destitución del presidente y la asunción del Ejecutivo por el Ejército. La fase más alta de esa tendencia culminó en las cruentas dictaduras militares del Cono Sur, sobre todo en las de Pinochet en Chile y Videla en Argentina.

Después de la Guerra Fría parecía que la era de las dictaduras llegaba a su fin en América Latina. No pocos, plenos de optimismo, llegamos a penar que comenzaba otra era en la cual la mayoría de los países transitarían por las amplias avenidas de la democracia. Dicha ruta, ahora lo sabemos, no era ni horizontal ni vertical sino diagonal. Eso quiere decir que no tardarían en sobrevenir gobiernos híbridos a los que es difícil definir como dictaduras en sentido tradicional pero a las que tampoco podemos definir como democracias. Gobiernos autoritarios los llaman de modo suave algunos. Autocracias es el término que parece haberse impuesto en la analítica política al definir regímenes como los de Nicaragua, Venezuela y hasta hace muy poco Bolivia (la de Cuba es un residuo de los totalitarismos del siglo XX). Fenómeno global: las autocracias latinoamericanas, o semi-dictaduras, o dictaduras parciales y no totales (hay muchas definiciones) son equivalentes a las de la Europa marginal. Las más conocidas son las de Turquía, Bielorrusia y Rusia.

Si es difícil caracterizar a las autocracias del siglo XXl, más difícil ha sido definir como golpes de Estado a hechos que han puesto fin a gobiernos autocráticos como los de Zelaya en Honduras, Lugo en Paraguay y, muy recientemente, Morales en Bolivia. ¿Pueden ser denominados “golpes de Estado”? En el sentido originario del término, no. En el sentido latinoamericano de los siglos XlX y XX, tampoco.

El hecho es que así como nos encontramos frente a nuevas formas de dominación no-democrática nos encontramos también frente a eventos que no han recibido todavía denominación en el campo de la teoría política. Por eso, antes de incursionar en el caso boliviano parece ser importante revisar episodios precedentes como fueron los sucedidos en Honduras y Paraguay.

El día 28 de junio de 2009 Manuel Zelaya, presidente de Honduras. fue secuestrado por tropas del ejército desde su residencia en Tegucigalpa y arrojado en un avión rumbo a Costa Rica. Si no más eso hubiera sucedido, podríamos hablar sin problemas de golpe de Estado. En efecto, ahí hubo violencia armada.

El tema comienza a relativizarse si tomamos en cuenta que la acción militar fue una respuesta a una violación constitucional urdida por Zelaya destinada a prorrogar ilegalmente su mandato. Más todavía si consideramos que no hubo ocupación militar del gobierno pues Roberto Micheletti asumió el cargo de presidente interino encomendado por el propio Parlamento del cual había sido presidente. En términos estrictos, el “golpe” a Zelaya fue una destitución del presidente por un Parlamento llevada a cabo con auxilio de la fuerza militar.

Más aún: el gobernante interino respetó la independencia de poderes abriendo condiciones para que tuvieran lugar elecciones libres, algo que no había ocurrido en la gran mayoría de los golpes de Estados habidos en el continente. En ese sentido podríamos hablar de un “golpe al gobierno” y no al Estado. Conviene retener el término.

Distinta fue la destitución que expulsó a Fernando Lugo del gobierno paraguayo el 22 de Junio de 2012.

Allí hubo efectivamente una conjura parlamentaria, pero no hubo violencia ni intervención militar como en Honduras. En el fondo se trató de una destitución del presidente, hecho que suele ocurrir en países europeos, aunque en países latinoamericanos –-dado el sobrepeso del poder ejecutivo sobre el parlamentario- es considerado casi como un regicidio. Mas todavía, hay constancia escrita de que el propio Lugo aceptó su renuncia. La destitución de Lugo no fue entonces un golpe de Estado, ni típico ni atípico. Fue una destitución presidencial.

Donde hay todavía discusiones es en el tema de si se trató de una destitución constitucional o puramente institucional. A favor de la primera tesis habla el hecho de que el juicio político por medio de la Cámara de Diputados y la vigilancia del Senado está estipulado en la Constitución paraguaya. En contra habla el hecho de que Lugo sólo fue acusado de mal gobierno pero no de violación a la Carta Constitucional. Pero no hay dudas que la salida de Lugo resultó de un clásico conflicto de poderes al interior del Estado. Golpe de Estado no hubo. Golpe de gobierno, tal vez.

¿Y en Bolivia? ¿Hubo golpe de Estado? Si lo hubo fue en el sentido más originario del término. Un golpe doble. Ocurrió cuando Morales desconoció el resultado del plebiscito de 2016 por el mismo convocado y ocurrió cuando la Consultoría de la OEA comprobó que el gobierno había cometido fraude en las elecciones presidenciales del 2019. En ambos casos hubo abierta violación a la Constitución. Los llevados a cabo por Morales fueron dos golpes a la Constitución, al estilo de Louis Bonaparte en su 18 de Brumario. Desde esa perspectiva, el de noviembre habría sido un contragolpe.

Hay que reiterar: los movimientos de protesta que culminaron con la huida de Morales y García Linera a México, surgieron en defensa y no en contra de la Constitución. Si el de noviembre fue golpe, habría sido el primer golpe constitucional de la historia moderna. Pero no puede haber golpes constitucionales. Hablar de golpe constitucional es de por sí una contradicción.

El movimiento adquirió las características de una auténtica rebelión popular no en contra de la persona de Morales sino en contra del doble fraude. Un movimiento que solo fue posible porque la oposición unida participó en las elecciones, comprobó el fraude, lo dio a conocer a las instancias electorales y fue evidenciado por la consultoría de la OEA, aceptada por el mismo Morales a través del TSE, confiado en que el fallo sería favorable gracias a la amistad que lo unía con el Secretario General de la OEA, Luis Almagro (así creen arreglar las cosas los autócratas)

De acuerdo al lapidario informe de la OEA hubo “falsificación de firmas y actas”, en un “proceso reñido con las buenas prácticas”, “manipulación del sistema informático de tal magnitud que deben ser investigadas profundamente por el Estado” y un “cúmulo de irregularidades” que el equipo auditor “no puede validar los resultados de la presente elección" recomendando otro proceso electoral con nuevas autoridades electorales.

Conocido el informe, la oposición ya no estaba en condiciones de transar con Morales. Solo cabía, desde el punto de vista constitucional, la abdicación del mandatario. Importante es por lo tanto ordenar los hechos de acuerdo a su sucesión cronológica: 1. Reclamos de la oposición 2. Estallido de la rebelión constitucional en Cochabamba, Sucre y Santa Cruz 3. Informe de la OEA. Y después de esos tres hechos 4. La policía anunció no estar dispuesta a reprimir a conciudadanos por razones políticas y 5. Solo al final, muy al final, apareció la “sugerencia” de las Fuerzas Armadas a Morales para que dimitiera.

La pasiva intervención militar fue solo el eslabón de una cadena de acontecimientos que situaba al Ejército en el dilema de, o convertirse en guardia pretoriana al servicio de un presidente que había violado la Constitución, o asumir el veredicto de la OEA y del poderoso movimiento político y social levantado en contra de la presidencia.

La rebelión popular fue la instancia determinante. Fue también la principal diferencia con los hechos que determinaron la salida de Zelaya en Honduras y de Lugo en Paraguay. En Honduras y en Paraguay no hubo rebelión popular.

Extraño “golpe de Estado” el de Bolivia donde las instituciones del Estado permanecieron intactas después de la salida de Morales, donde ninguna junta militar asumió el mando, donde ningún general se sentó en el sillón presidencial. Más extraño todavía cuando la presidenta interina Jeanine Añez, de acuerdo con la presidenta del Senado Eva Copas del MAS, partido de Morales, anunció convocar a elecciones en donde el mismo MAS participará sin ninguna limitación aparte de que ni Morales ni García Linera podrán ser candidatos.

Por las razones expuestas nos será posible afirmar que los sucesos acaecidos en Bolivia no permiten hablar de un golpe de Estado. Ni en el sentido original ni en el sentido adquirido del término.

Por supuesto, el hecho de que no hubiera habido golpe de Estado no impedirá al MAS y a gran parte de la izquierda latinoamericana afirmar que sí lo hubo. Algo inevitable. Gracias a Hannah Arendt (“Verdad y mentira en la política”) sabemos que la verdad política no es la misma que la verdad objetiva, que la primera se hace con arreglo a intereses y la segunda de acuerdo a los hechos tal cual fueron.

La gran filósofa de la política estableció la diferencia entre verdad factual (o verdad de hecho) y verdad de la razón (o verdad del discurso). Los políticos de profesión hacen uso continuo de la segunda. Los que sin ser políticos, pero pensamos y escribimos sobre política, nos debemos sin condiciones a la primera verdad, por amarga y dura que ella sea.

Noviembre 28 de 2019

Polis

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