
Editorial
Los domingos suelen ser días de descanso, de encuentros familiares y de recogimiento espiritual en las iglesias. Pero el de ayer fue distinto. Fue un domingo inusualmente silencioso, marcado por la ausencia casi total de ciudadanos en los centros electorales. En lugar de acudir a votar, muchos optaron por quedarse en casa o salir a trotar en los espacios públicos.
Lo llamativo es que, en cualquier jornada electoral común, es habitual ver largas filas de personas esperando ejercer su derecho al voto. Ayer, ese bullicio ciudadano brilló por su ausencia. Y no fue por la eficiencia del sistema de votación, sino porque la mayoría decidió, simplemente, no participar. Eligieron expresar su descontento con una contundente señal de silencio: no acudir. No vieron sentido en repetir lo que ya hicieron el pasado 28 de julio, cuando su voluntad fue ignorada.
La democracia debería ser una celebración de la voluntad popular, no un castigo a la esperanza.
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