Editorial

Hablar hoy de una posible guerra con Irán no es un tema menor ni un conflicto más en Medio Oriente. Sería una chispa capaz de incendiar la región entera. Grupos aliados de Teherán, como Hezbolá o los hutíes, podrían atacar intereses estratégicos y cerrar rutas claves como el estrecho de Ormuz, disparando el precio del petróleo y desatando una nueva crisis económica global.

El riesgo nuclear tampoco es una exageración. Un ataque a Irán podría acelerar su programa atómico clandestino y empujar a países como Arabia Saudita o Turquía a buscar su propia bomba. Así comenzaría una carrera armamentista en la zona más inestable del planeta, tirando por la borda décadas de esfuerzos internacionales por evitarlo.

Como siempre en las guerras, los civiles serían los más golpeados: hospitales bombardeados, ciudades sin luz, millones huyendo de la violencia. Además, el conflicto abriría aún más la puerta a la radicalización, sembrando odio y alimentando nuevas generaciones dispuestas a vengarse.

Una guerra con Irán no tendría ganadores. Solo dejaría ruinas, más caos geopolítico y una humanidad aún más fragmentada. Frenarla no es una opción idealista; es un acto de responsabilidad global.

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