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Joaquín Estefanía

Cómo reaccionan los países en momentos decisivos

Joaquín Estefanía

La detonación de armas nucleares, la emergencia climática, el agotamiento global de los recursos naturales, las desigualdades mundiales. Estos son los principales problemas que los científicos sociales preveían para el futuro y que teorizó entre otros el profesor de la Universidad de California Jared Diamond en sus famosos libros Armas, gérmenes y acero y, más recientemente, Crisis (Debate). Sólo en una segunda tanda aparecían otras dificultades en el planeta tales como el fundamentalismo islámico, la colisión de un asteroide contra la Tierra, la extinción de especies biológicas a gran escala y, finalmente, la propagación de enfermedades infecciosas. Lo último es lo primero que ha llegado.

Y lo ha hecho con tanta agresividad y a tanta capacidad de contagio que ha transformado la agenda política mundial. En España, lógicamente, también: si se amplía un poco el foco, emerge el nuevo orden de prioridades. Incluso el procés y la cuestión territorial catalana han pasado a segundo término, lo que era inimaginable apenas hace pocos días. A cuatro meses de las últimas elecciones generales, el programa del Gobierno de coalición entre los socialistas y Unidas Podemos, tan discutido o apoyado en su momento, significa algo distinto de cuando fue firmado. Adquieren un papel fundamental las promesas que en él se hacen sobre la sanidad, cuando se reivindica, premonitoriamente, un incremento de los recursos destinados al Sistema Nacional de Salud, “alcanzando una inversión en servicios públicos propios de otros Estados de la zona euro durante la legislatura, hasta alcanzar el 7% del PIB en el año 2023”. La reforma del Estatuto de los Trabajadores, la derogación de la reforma laboral y la recuperación de los derechos arrebatados por la reforma laboral de 2012, entre otros aspectos, adquieren otro ritmo ante la realidad viva de la coyuntura sanitaria.

Es tan endemoniada y dinámica la pandemia en curso que se renueva el debate sobre el papel de los líderes en coyunturas difíciles (que no es tan lineal como parecería, según los textos de Diamond). Por ejemplo, la intervención de Macron (“esta epidemia es la crisis sanitaria más grave que afronta Francia desde hace un siglo”) o las de Pedro Sánchez en las últimas horas, han tenido la solemnidad de la excepcionalidad. De algún modo han recordado a la que el año 1977, en los albores de la Transición, protagonizó el economista Enrique Fuentes Quintana. Adolfo Suárez nombró vicepresidente a un profesor universitario con nula proyección política hasta entonces. La situación económica del país era dramática: aumento acelerado del desempleo, inflación superior al 20%, parón de la producción, etcétera. A los pocos días de ser nombrado, Fuentes Quintana se presentó en TVE (la única televisión del momento) para dirigirse al país en prime time explicando la situación y demandando sangre, sudor y lágrimas a la ciudadanía. En apenas un cuarto de hora habló de una misión “dura, difícil y desagradable”, esgrimió que las soluciones a los problemas de la economía no eran económicas sino políticas, y aseguró que abordaría esas salidas de acuerdo con la oposición, pese a tener su Gobierno una mayoría parlamentaria muy holgada, porque ninguna ideología, ningún partido político, contaba con respuestas y fuerzas suficientes para imponerlas al resto de la sociedad ante la complejidad de la crisis. La intervención de Fuentes Quintana (se puede encontrar su alocución en YouTube) fue el prólogo a los Pactos de La Moncloa, en los que las respuestas a la crisis económica exigían sacrificios compartidos de todos los grupos sociales, demandando de cada uno la asunción de sus responsabilidades asimétricas frente a las dificultades. Esos acuerdos fueron el inicio de la recuperación. Poco después se firmó la Constitución.

La intervención de Fuentes Quintana (se puede encontrar su alocución en YouTube) fue el prólogo a los Pactos de La Moncloa, en los que las respuestas a la crisis económica exigían sacrificios compartidos de todos los grupos sociales, demandando de cada uno la asunción de sus responsabilidades asimétricas frente a las dificultades. Esos acuerdos fueron el inicio de la recuperación. Poco después se firmó la Constitución.

Algún representante público ya ha declarado que habrá un antes y un después del coronavirus. La historia económica muestra que las epidemias han sido siempre grandes igualadoras. Los procedimientos del pasado a veces marcan los caminos sobre los que se desarrollan las soluciones.

13 de marzo de 2020

El País

https://elpais.com/ideas/2020-03-13/como-reaccionan-los-paises-en-moment...

Democracia y capitalismo

Joaquín Estefanía

Los dos pilares en los que se sustenta el sistema, el político (la democracia) y el económico (el capitalismo), se encuentran en crisis, como muestra la avalancha de estudios que continuamente aparecen sobre ello. Sabíamos que puede haber capitalismo sin democracia (la China actual, el Chile de Pinochet, la España de Franco…), pero no al revés. El premio Nobel de Economía Amartya Sen, entre otros muchos, ha advertido de que para que funcione ese nudo gordiano entre democracia y capitalismo, ambos términos deben mantenerse en cierto equilibrio, en sus virtudes y en sus defectos, y en los últimos tiempos el segundo se había fortalecido mientras que el primero enfermaba de anemia.

Los dos se acompañan hoy de abusos estructurales —la democracia se presenta sin complejos como iliberal, con la corrupción a cuestas, etcétera; el capitalismo, escoltado por la desigualdad y en muchos casos por la ineficacia — y las complicidades entre el poder político y el poder económico contienen cada vez más elementos espurios. En uno de los libros recientemente publicados (La democracia herida; coordinador, Álvaro Soto; Marcial Pons) se analiza cómo el ciclo político de expansión democrática abierto en 1974 muestra síntomas de agotamiento, los problemas políticos (algunos nuevos) se han ido complicando con la crisis económica, que ha tenido un efecto multiplicador de las deficiencias. A ello se incorporan formas de protesta diferentes y distintos tipos de acciones colectivas que rompen con los modelos habituales a los que se había acostumbrado la sociedad (léase Patriotas indignados; Francisco Veiga et altri; Alianza Editorial).

Es paradójico que las mayores críticas a la democracia provengan de los demócratas más comprometidos, y que el capitalismo sea crucificado un día sí y otro también por publicaciones tan cercanas a él como The Economist, Financial Times…, e instituciones empresariales como la Business Round­table o la British Academy, que a veces se acercan a las posturas izquierdistas de algunos de los candidatos del Partido Demócrata en EE UU. No es la primera vez que sucede en la historia. Hace casi 80 años, el economista austriaco Joseph A. Schumpeter escribió un libro capital para las ciencias sociales: Capitalismo, socialismo y democracia, al que los sucesos de la Gran Recesión (esa regresión de la distribución de la renta, la riqueza y el poder a lo largo de casi una década) han dado una segunda oportunidad. Schumpeter reflexiona sobre la permanencia del capitalismo, el funcionamiento de un socialismo que desprecia y cómo podrán ser en el futuro las relaciones entre democracia y capitalismo.

La primera frase trascendental de Schumpeter es rotunda: “¿Puede sobrevivir el capitalismo? No, no creo que pueda”. En ello coincide con Marx, pero por distintas razones: el alemán de Tréveris profetiza la desaparición forzada del capitalismo por sus contradicciones internas, mientras que Schumpeter lo considera ineludible debido a su éxito: el dinamismo del capitalismo se manifiesta a través de un proceso de destrucción creadora mediante el cual los elementos anticuados son constantemente reemplazados por otros más modernos. Lo ocurrido, lo sabemos sobre todo desde la caída del muro de Berlín, ha sido una inversión notable de lo que el austriaco vaticinó: el capitalismo no ha conducido inevitablemente al socialismo, sino que, por el contrario, éste ha cedido el paso de modo inexorable al capitalismo. Se ha producido una transición del socialismo al capitalismo, y no al revés.

Detrás de casi todo lo que ocurre a nuestro alrededor está esta mezcla de debilidades. A veces la democracia y el capitalismo de nuestros días parecen llevar, vacilantes, el cavilar de un atleta retirado. Hay una tensión permanente entre dos principios: el individualismo y la desigualdad por una parte, y el espacio público y la tendencia a la igualdad por la otra, lo que obliga a la búsqueda de un compromiso entre ellas. La jerarquía de valores exige (salvo para los fundamentalistas del mercado) que en última instancia el principio económico esté subordinado a la democracia y no al revés. Y sin embargo, parecen estar de espaldas.

8 de diciembre 2019

El País

https://elpais.com/elpais/2019/12/06/ideas/1575646891_142238.html?prod=R...

Pero ¿quién es toda esta gente?

Joaquín Estefanía

Hace un siglo, el alemán Oswald Spengler publicó en dos volúmenes La decadencia de Occidente, uno de los exponentes escritos más conocidos sobre la crisis europea al finalizar la Primera Guerra Mundial. Su tesis es que todas las civilizaciones tienen un ciclo de vida natural con tres fases —­crecimiento, florecimiento y decadencia—, y que la cultura europea, absorta en un materialismo estrecho, estaba en la última etapa: el invierno de un mundo de antaño fructífero. Afortunadamente, Spengler no acertó: tras la segunda conflagración mundial, Europa se reconstruyó y elaboró el experimento de integración más exitoso de la historia: la Unión Europea.

Aunque hay diferencias fundamentales, también existen algunas analogías entre aquellos tiempos y los de ahora: el descontento social ante las desigualdades extremas, el débil crecimiento económico o el estancamiento secular de algunos Estados, los conflictos políticos internacionales que se expresan sobre todo (pero no únicamente) en proteccionismo y guerras comerciales, etcétera. Todo ello ha contribuido a fomentar un pesimismo creciente: un profundo sentimiento de fin de siècle, acelerado por la extensión ultrarrápida de unas tecnologías que no se dominan y el concepto de “fin del trabajo”. Es en este contexto en el que se multiplican las fuerzas eurófobas (todavía la semana pasada emergía en Holanda una nueva formación de derecha radical, denominada sedicentemente Foro para la Democracia, para competir con el ultraderechista Partido por la Libertad, no menos sedicente). Dentro de dos meses se celebran unas importantísimas elecciones al Parlamento Europeo —emparedadas en España entre las legislativas y las municipales y autonómicas— que van a medir la significación de esa fobia a la Europa unida.

Emerge una nueva derecha que gana espacios no sólo en Europa, sino en EE UU y en América Latina; una derecha extrema que, hasta ahora, ha descartado los rostros más violentos y que se embandera en fenómenos como el autoritarismo, el nacionalismo, el conservadurismo, el populismo, la xenofobia, la islamofobia, el desprecio al pluralismo, etcétera. No en todas partes se presenta igual, sino que mezcla en distintas dosis cada una de esas características. Es lo que el historiador italiano radicado en EE UU Enzo Traverso ha denominado “las nuevas caras de la derecha” (editorial Siglo XXI).

La mayoría de esas formaciones, que han perdido por el camino el calificativo de partidos (Alternativa por Alemania, Vox, Amanecer Dorado…), no se reivindican del fascismo clásico, pero es imposible entenderlas sin acudir al recuerdo de lo que esa doctrina significó. Son fenómenos aún transitorios en la mayoría de los casos, en transformación, que aún no han cristalizado en lo que definitivamente llegarán a ser. Todavía no ha sucedido con ellos (y quizá no llegue a pasar nunca) lo que en Alemania en los primeros años de la década de los treinta del siglo pasado, cuando los nazis dejaron su condición de movimiento minoritario constituido por unos cuantos frikis para convertirse en los interlocutores de las grandes empresas y grupos, y de las élites industriales y financieras. Lo cuenta perfectamente el escritor francés Éric Vuillard en El orden del día (Tusquets): en febrero de 1933 tiene lugar una reunión en el Reichstag a la que asisten los 24 industriales alemanes más importantes (por ejemplo, los dueños de Opel, Krupp, Siemens, IG Farben, Telefunken, Agfa, Varta…), en la que, en presencia de Hitler y Goering, donaron ingentes cantidades al nuevo régimen (“urge acabar con la inestabilidad del régimen; la actividad económica requiera calma y firmeza… Era una ocasión única para salir del estancamiento en que se hallaban, pero para hacer campaña se necesitaba dinero…”).

Cuando las sociedades están sometidas a shocks tan fuertes como la Gran Recesión, esas nuevas derechas constituyen en muchos casos una respuesta extrema a la ausencia de un horizonte de expectativas. A veces se genera un desplazamiento de la cuestión social a las cuestiones identitarias; otras ponen en primer plano el hecho de que la alternancia de Gobiernos de distinto signo no produce modificaciones sustanciales en las políticas públicas, sino sólo cambios de personal.

En ocasiones parece que lo que ocurre a nuestro alrededor estaba escrito en los periódicos de hace muchos años y es una pesadilla que ya hemos sufrido.

24 de marzo 2019

El País

https://elpais.com/elpais/2019/03/22/ideas/1553264899_947348.html

Necesitamos un nuevo contrato social

Joaquín Estefanía

Al menos cuatro grandes transformaciones desarrolladas en las últimas décadas han alterado profundamente el contrato social que rubricaron implícitamente las fuerzas de la izquierda (socialdemócratas) y de la derecha (democristianos) tras la II Guerra Mundial, que formalizó las reglas del juego para la convivencia pacífica durante más de medio siglo. Se trata de la revolución tecnológica, que ha hecho circular al mundo de lo analógico a lo digital; la revolución demográfica, que convirtió a Europa, cuna de ese contrato social, en un espacio compartido de gente envejecida después de haber sido un continente joven; la globalización, que ha llegado a ser el marco de referencia de nuestra época desplazando al Estado-nación; y la revolución conservadora, hegemónica desde la década de los años ochenta del siglo pasado y que ha predicado las virtudes del individualismo y de que cada palo aguante su vela, olvidando los principios mínimos de solidaridad social. El conjunto de estas revoluciones —la tecnológica, la demográfica, la globalizadora y la política— ha dado lugar a una especie de refundación de lo que el gran pensador vienés Karl Polanyi denominó a mitad de los años cuarenta “la gran transformación”.

El concepto de contrato social pertenece en su inicio al pensador Jean-Jacques Rousseau, que a mediados del siglo XVIII escribió un libro del mismo título, considerado precursor de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre, y que trataba de la libertad y la igualdad de las personas bajo Estados instituidos por medio de un contrato social. Ese contrato era una suerte de acuerdo entre los miembros de un grupo determinado que definía tanto sus derechos como sus deberes, que eran las cláusulas de tal contrato. Esas cláusulas no son inmutables o naturales, sino que cambian dependiendo de las circunstancias y transformaciones de cada momento histórico y de las correlaciones de fuerzas entre los componentes de los grupos.

El contrato social que surge en Europa y se extiende por buena parte del planeta, a distintas velocidades, después de la II Guerra Mundial decía básicamente lo siguiente: quien cumple las reglas del juego, progresa, logra la estabilidad y la tranquilidad en su vida. Una buena formación intelectual, la mejor educación, el esfuerzo permanente, la honradez y ciertas dosis de suerte (que había que buscar) aseguraban el bienestar de los ciudadanos y sus familias. Con un empeño personal calvinista, el funcionamiento de las instituciones de la democracia y el progreso económico general, el nivel de vida mejoraría poco a poco y nuestros hijos vivirían mejor que nosotros. Unos, los más favorecidos, se quedarían con la parte más grande de la tarta, pero a cambio los otros, la mayoría, tendrían trabajo asegurado, cobrarían salarios crecientes, estarían protegidos frente a la adversidad y la debilidad, e irían poco a poco hacia arriba en la escala social. Un porcentaje de esa mayoría, incluso, traspasaría la frontera social imaginaria y llegaría a formar parte de los de arriba: la clase media ascendente.

Esto ya no es así. Ese contrato social ha sido sustituido, por efecto de las transformaciones citadas, por lo que el sociólogo Robert Merton ha denominado “el efecto Mateo”: “Al que más tiene, más se le dará, y al que menos tiene se le quitará para dárselo al que más tiene”. Se inaugura así la era de la desigualdad y se olvidan las principales lecciones que sacó la humanidad de ese periodo negro de tres décadas (1914-1945) en las que el mundo padeció tres crisis mayores perfectamente imbricadas: las dos guerras mundiales y, en el intervalo de ambas, la Gran Depresión.

El historiador Tony Judt, entre otros, ha descrito con exactitud (Postguerra) cómo a partir de lo acontecido en esos 30 años nació otro planeta con distintas normas, ya que parecía imposible —decenas de millones de muertos después— la vuelta a lo que habían sido las cosas antes. Se acordaron señas de identidad diferentes, basadas en la intervención estatal siempre que fuese precisa, y con una nueva arquitectura institucional que pretendía que nunca más se pudieran repetir las condiciones políticas, sociales y económicas que habían facilitado los conflictos generalizados. Hubo un consenso entre las élites políticas (los partidos), económicas (el empresariado) y sociales (los sindicatos) para alcanzar la combinación más adecuada entre el Estado y el mercado, con el objetivo final de que toda práctica política se basara en la búsqueda de la paz, el pleno empleo y la protección de los más débiles a través del Estado de bienestar.

Recuerda Judt que en una cosa todos estaban de acuerdo, aunque hoy sea un concepto obsoleto: la planificación. Los desastres de las décadas del periodo de entreguerras (las oportunidades perdidas a partir de 1918; los agujeros ocasionados por el desempleo, las desigualdades, injusticias e ineficacias generadas por el capitalismo de laissez-faire que habían hecho caer a muchos en la tentación del autoritarismo; la descarada indiferencia y arrogancia de la élite gobernante, y las inconsecuencias de una clase política inadecuada) parecían estar todos relacionados con el fracaso a la hora de organizar mejor la sociedad: “Para que la democracia funcionase”, escribe el historiador, “para que recuperase su atractivo, debía planificarse”. Así se amplió la fe ciudadana en la capacidad —y no solo en el deber de los Gobiernos— de resolver problemas a gran escala, movilizando y destinando personas y recursos a fines útiles para la colectividad.

Quedó claro que la única estrategia con éxito era aquella que excluía cualquier retorno al estancamiento económico, la depresión, el proteccionismo y, por encima de todo, el desempleo. Algo parecido subyacía en la creación del welfare state: la polarización política había sido consecuencia directa de la depresión económica y de sus costes sociales. Tanto el fascismo como el comunismo habían proliferado con la desesperación social, con el enorme abismo de separación entre ricos y pobres. Para que la democracia se recuperase como tal era preciso abordar de una vez “la condición de personas” de los ciudadanos.

Estos elementos seminales del contrato social de la posguerra ya estaban de retirada antes de 2008. Entonces llegó como un tsunami de naturaleza humana la Gran Recesión, la cuarta crisis mayor del capitalismo, de la que estos días se cumplen los 10 primeros años. Sus consecuencias han exacerbado tal crisis y han regresado con fuerza las dudas entre muchos ciudadanos en la convivencia pacífica entre un sistema de gobierno democrático y un capitalismo fuertemente financiarizado: los mercados son ineficientes (el desiderátum de mercado ineficiente es el mercado de trabajo), y el sistema político, la democracia, que se legitima corrigiendo los fallos del mercado, no lo hace. Así surge la desafección respecto a la democracia (el sistema político) y el capitalismo (el sistema económico).

Una buena parte de la población ha salido de la Gran Recesión más pobre, más desigual, mucho más precaria, menos protegida socialmente, más desconfiada (lo que explica en buena parte la crisis de representación política que asola nuestras sociedades) y considerando la democracia como un sistema instrumental (somos demócratas siempre que la democracia resuelva nuestros problemas). Muchos ciudadanos expresan cotidianamente sus dudas de que los políticos, aquellos a los que eligen para que los representen en la vida pública, sean capaces de resolver los problemas colectivos. De cambiar la vida a mejor.

Además de la ruptura del contrato social tradicional, en la última década se ha aniquilado el pacto entre generaciones. No se cumple lo que hasta hace unas semanas decía un anuncio en la radio de una empresa privada de colocaciones: “Si estudias y te esfuerzas, podrás llegar a lo que quieras”. El historiador Niall Ferguson escribe que el mayor desafío que afrontan las democracias maduras es el de restaurar el contrato social entre generaciones, y Jed Bartlet, el presidente ficticio de EE UU en la serie televisiva El ala oeste de la Casa Blanca, comenta a su interlocutor: “Debemos dar a nuestros hijos más de lo que recibimos nosotros”. Este es el sentido progresista de la historia que se ha roto.

El estrago mayor que ha causado la Gran Recesión en nuestras sociedades ha sido el de truncar el futuro de una generación. O de más de una generación. Ha reducido brutalmente las expectativas materiales, y sobre todo emocionales, de muchos jóvenes que se sienten privados del futuro que se les había prometido. Se ha actualizado la llamada “curva del Gran Gatsby”, que explica que las oportunidades de los descendientes de una persona dependen mucho más de la situación socio¬económica de sus antecesores que del esfuerzo personal propio. Ello conlleva la transmisión de privilegios más que la igualdad de oportunidades.

Una joven envía un tuit que se hace viral, y que se pregunta: “¿Cómo hicieron nuestros padres para comprar una casa a los 30 años?, ¿eran narcos o qué?”. La Gran Recesión ha profundizado en los desequilibrios que ya existían antes de ella e introducido nuevas variables en el modelo; escenarios dominados por la inseguridad vital, que ya no es solo económica, sino cultural. Muchas personas, millennials o mayores de 45 años que se han quedado por el camino, sobreviven en la incertidumbre, la frustración y sin opciones laborales serias; no esperan grandes cosas del futuro, al que presuponen más amenazas que oportunidades, y que en buena medida no entienden. Estos jóvenes son los que han sido calificados como un “proletariado emocional” (José María Lasalle).

El nuevo contrato social habrá de tener en cuenta las transformaciones citadas y otros elementos que se han incorporado a las inquietudes centrales del planeta en que vivimos, como el cambio climático. El objetivo del mismo debería condensarse en la extensión de la democracia en una doble dirección: ampliar el perímetro de quienes participan en tomar las decisiones (ciudadanía política y civil) y extender el ámbito de decisión a los derechos económicos y sociales (ciudadanía económica) que determinan el bienestar ciudadano.

16 de septiembre

El País

https://elpais.com/economia/2018/09/14/actualidad/1536939958_497803.html